Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
—Maestra —era extraño, cuanto menos, ver el cómo tu figura inmediatamente superior interactuaba a su vez con la suya—. qué bueno verte después de tanto —una reverencia, y luego un abrazo de camaradería. Nahana seguía inexpresiva y con la mirada de reptil sobre el aprendiz—. discúlpalo, es sólo un muchacho que recién descubre su pasión. Todos somos un manojo eufórico y expresivos en ese punto de nuestras vidas. ¿O es que no recuerdas la primera vez que nos conocimos?
—Lo importante es que pueda expresarse de la misma forma en la forja. Y confío en que así será. El muchacho me resulta bastante prometedor, Nahana-sama.
—Si es prometedor o no lo decidiré yo llegado el momento —contestó con abrumadora severidad—. y cómo no recordarlo, Soroku. Eras un escuálido endeble que apenas podía levantar una limacaña. Por suerte me tenías a mí para torcerte, ¿no?
—Sin duda alguna.
Nahana se acercó a Datsue. Tendió su brazo, poderoso; y lo dejó postrado frente al muchacho.
—Tākoizu Nahana.
Nada decía más de uno que el primer apretón de manos.
Había hecho bien en dejar hablar a Soroku. Pese a que no veía a la señora muy contenta de volver a verle, se notaba cierta química entre ellos. Se conocían. Sabían de qué pierna cojeaba cada uno. Cuando Nahana se acercó a él, Datsue se levantó.
Soroku le había aconsejado perfil bajo, sí, pero también que a aquella mujer no le gustaba los que trataban de esconder debilidades. Por eso…
—Tākoizu Nahana.
—Gūzen, un placer.
… le estrechó la mano con fuerza. Con carácter. Nada de manos fofas y endebles.
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Datsue reprimió una sonrisa divertida. Oh, cómo le gustaba aquel juego. Y cómo le hubiese encantado poder actuar con libertad, desinhibido. «Pero tú eres Gūzen. Gūzen. Gūzen…»
—¿Por qué? —preguntó con expectación.
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Nahana se dio la vuelta, y empezó a dar vueltas por el estar.
—Piensas que ésta es la oportunidad de tu vida. La chance de abandonar todo vestigio de tu tormentoso pasado y poder ser alguien —le ilustró—. pero donde tú ves posibilidades, yo veo altas probabilidades de un fallo rotundo. Veo dolor, veo sufrimiento. Veo sudor y lágrimas. También una precipitosa caída. Y veo la decepción de un logro perdido, una que puede ser bastante agobiante. Todos perecen, Gūzen, todos lo hicieron salvo uno —miró a Soroku—. una excepción a la regla. Una semilla de esas que germina una vez cada cien años. Por eso. Por eso eres un joven desafortunado.
»Porque estás bajo la sombra de Runoara Soroku, y porque vas a ser quebrado por las voluntad de los Tākoizu. ¿Crees estar listo para eso? ¿te sientes con la capacidad de afrontar y superar a las Pruebas del Hierro?
Si la vida y destino de Datsue hubiese dependido de aquello, se hubiese visto francamente impresionado. Y asustado. Y con nervios. Así que, con sutileza, añadió un poco de aquellos tres ingredientes a su rostro. La impresión, a una ceja alzada. Los nervios, al labio inferior tembloroso. El miedo, a su nuez bajando al tragar saliva. Cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra. Le hubiese gustado añadir una gota de sudor resbalando por su frente, pero por ahora, no era tan bueno en la actuación.
—Solo hay una forma de averiguarlo —se recompuso, como aquel que queda grogui tras un puñetazo pero rápidamente vuelve a la lucha—. Pero no me cruzaría todo el continente si creyese que no lo estoy. —Ahora tensó un poco la cuerda, mostrando carácter…—. Solo deme la oportunidad, por favor, Nahana-sama —…y la volvió a aflojar con una reverencia, inclinando su cabeza ante ella.
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—Ya la tienes. Estás sentado en mi sala, tomando de mi té, conociendo la locación secreta del Templo de un Señor del Hierro —ya había logrado imponer su punto—. lo único que puedes hacer ahora es aprovecharla o desperdiciarla, ya depende de ti.
—No te decepcionará.
El estruendo de una especie de caravana llamó finalmente la atención de los invitados. Las puertas del hogar se vieron entonces ataviadas por un gran número de personas de aspectos mundanos. Eran apenas ocho trabajadores, entre mujeres y hombres, que tenían seguramente una labor específica para el Templo. Todos saludaron tras dar un vistazo a las nuevas caras y se desperdigaron en todas direcciones para continuar con sus quehaceres.
La última en entrar fue una chica, escoltada por un regordete que calzaba una espada en el cinturón.
Parecía tener unos dieciséis, o quince. Apenas más alta que Datsue y de contextura similar. Tan blanca como su madre, aunque de cabello castaño y corto, liso, que le caía por detrás de las orejas. Largas pestañas y ojos pardos. Dentro de los cánones actuales de belleza, Urami era hermosa.
Vestía una falda vinotinto, botas largas y un top blanco de tela. Tenía gesto molesto y el ceño fruncido, desbordante de capricho.
—¡Lady-Nahana-sama! ¡Urami-chuan intentó nuevamente abandonar la caravana y descender la montaña! ¡la hemos detenido, como bien nos habéis pedido!
—¿Otra vez, pequeña?
La madre no volteó. Se mantuvo severa, con los brazos cruzados, mirando hacia otro lado.
Pues claro que no la iba a decepcionar. No lo haría hasta que viese cumplida su misión, al menos. Datsue permaneció callado, dejando escapar un suspiro de alivio. Sus primeros dos grandes obstáculos habían sido superados. Ahora quedaba pasar las Pruebas del Hierro, claro, que aquello apostaba a que más que un obstáculo era una jodida montaña.
Tampoco podía olvidarse de lo más importante, su verdadero objetivo allí: descubrir al traidor y proteger a Nahana de todo mal.
Pronto, llegó el personal. Resultó que el templo no iba tan corto de él, pues entre unos y otros, contó a por lo menos ocho. Tras ellos, una joven escoltada por un hombre algo pasado de peso con espada. La chica apenas le sacaría un par de años, y era de esas que, si uno se descuidaba, podía quedarse mirándola con cara de bobo.
Datsue trató de no poner esa cara.
—¡Lady-Nahana-sama! ¡Urami-chuan intentó nuevamente abandonar la caravana y descender la montaña! ¡la hemos detenido, como bien nos habéis pedido!
—¿Otra vez, pequeña?
«Vaya, vaya». Datsue observó la reacción de Nahana, curioso. «Parece que con la hija no nos ponemos tan estrictos, ¿eh? Y es la que no tiene alma de herrera. Algo me lo decía, sí».
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El capricho de Urami acabó de pronto, sin embargo, cuando se percató de la presencia de aquel calvo. La alegría le inundó los pómulos, sonrojados y se quitó de las manos del guardia para correr hasta los brazos de Soroku. Él la abrazó, fraternal, devolviéndole el gesto. Parecía que se conocían y bastante bien.
—¡Soroku-chan, volviste! —alzó la mirada, efusiva—. ¡qué bueno verte, en serio! no sabes, me estaba volviendo loca. No soportaba un minuto estar aquí arriba viendo las mismas caras.
—¿Aún sigues intentando escaparte en la ciudad, como cuando eras una cría?
—Sigo sin estar hecha para esta vida, Soroku-chan. ¡Por favor, llévame contigo, porfavoooor. Mi juventud se está desperdiciando con el polvo y las rocas de esta estúpida montaña —volteó a ver a Datsue. Era la mirada de un ángel—. ¿uhmm, y éste quién es?
«Ay, Dios… Perfil bajo, perfil bajo, perfil bajo…» Pero es que… se le estaba ocurriendo la respuesta perfecta, ¡joder! ¡Era sublime! ¡Era tan colosal que hasta Genji Monogatari se quitaría el sombrero ante él!
Pero allí estaba la madre.
Y Soroku.
Y el verdadero amor de su vida estaba en juego: dos mil ryōs, repartidos en hermosos billetes de cincuenta. Ya solo imaginar su olor a billete nuevo hacía que se derritiese.
—Gūzen, encantado —dijo, con una leve reverencia. Sin sonrisa pícara. Sin flirteo. Duro como el hierro, como debía ser. Y tan jodidamente soso también. Una vocecita maligna le decía: «¿no querías intentar olvidarte de Aiko? ¡Pues haciendo vida de monje no lo vas a conseguir, cagüendiez!»
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El ángel alzó una ceja. Nahana se volteó por primera vez, curiosa, para ver en primera fila la interacción de su hija menor con su nuevo pupilo.
—¿Y tú qué haces aquí, sinapellido Gūzen?
—Lo recomendé para ser el nuevo pupilo de tu madre. Vivirá con vosotros un tiempo.
Urami soltó una risilla histérica.
—Yo queriendo salir y el resto siguen viniendo por su propia cuenta. ¡Es divertidísimo!
—El resto es agradecido a diferencia de ti. Otros valoran nuestras raíces más que tú, que llevas la sangre del padre de mi padre. Ya te lo dije, te podrás ir cuando cumplas los dieciocho. Mientras tanto sigues bajo mi custodia, ¿entendido?
Aquella reprimenda pareció afectar más a Datsue que a la mismísima Urami, que aún observaba a Datsue. Le parecía interesante.
—Ay, sí, anciana, ¡ya te oí! —le guiñó el ojo a Datsue—. Furune-san, estoy hambrienta. ¿Me harías uno de esos deliciosos crep que preparas tú? y también a Gūzen. Luce hambriento.
Furune asintió, entre negaciones, también. Aunque él ya estaba acostumbrado a la actitud e Urami.
Ah, sí. Lo del apellido era algo que ya se había dado cuenta. Se le había pasado hablar de eso con Soroku, y no tenía la certeza absoluta de que este diese uno en su carta. ¿Qué pasaba si el herrero hubiese escrito que se apellidaba Hashimoto, por decir alguno, y él ahora decía que era Fujimoto? Era un error de novato, no cerciorarse de aquel dato, pero por ahora solo le quedaba continuar y esperar que no le insistiesen con el tema. «Si no me la tendré que jugar. Hayashi suena bien…»
«Oh, no…» Urami acababa de guiñarle un ojo. Y bromeaba con él. Y… y en ese momento, Datsue creyó que ella sería el tercer obstáculo de su misión. Y que sería el más grande de todos.
—Muchas gracias —se obligó a decir, a Furune, cuando este asintió a Urami para prepararle a ella y a él unas creps. Aunque hubiese preferido que se las hubiese ofrecido a todos. Dudaba que ese trato de niño mimado le hiciese gracia a Nahana. A su hija se lo consentiría, pero a él…
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—Soroku, tenemos asuntos que tratar. Te espero en el despacho.
Nahana se dio vuelta y marchó rumbo a algún pasillo del enorme templo. Furune palpó el brazo de Datsue y le inquirió a seguirle el paso, mientras éste, a su vez, seguía el de Urumi, que desde aquella posición tenía unas curvas indignas de su edad.
Soroku le asintió, por si Datsue buscaba alguna clase de aprobación y también tomó rumbo hacia su inminente reunión con su maestra.
El maestresala, Gūzen y Urumi dieron tumbos a través de la mansión. Dieron un par de cruces, y así como si nada se encontraron con la cocina. Enorme, de cerámica. Tres de los ocho trabajadores ya se encontraban cortando vegetales y limpiando los trastos del desayuno. Urami tomó asiento en uno de los altos taburete, de esos que te dejaban las piernas colgando, y apoyó la barbilla en sus pequeñas manos. Su dedo índice titilaba sobre su rosa mejilla a la par de que ladeaba su cabeza hacia el pupilo de su madre.
—Furune no sabe hacer creps. Es una forma que tenemos él y yo de perdernos cuando mi madre se pone intensa —dijo, entre risillas—. ellos nos prepararán algo.
—Portáos bien, por favor. Comed algo e inmediatamente lleva a Gūzen hasta los balcones, estaré haciendo los arreglos para su habitación.
El Uchiha asintió a Soroku, quien se fue con Nahana a tratar temas de adultos. «O quizá a darse un buen meneo, anda que no…» Luego, siguió a Furune y Urumi a través de la mansión. Y, hablando de Urumi…
Por Shiona, iba a ser un problema en aquella misión. Un problema de ojos pardos, cabello castaño y corto, y unas caderas que parecían llenar el pasillo. «¡Cabeza alta, joder! ¡Y a centrarse en lo que tienes que centrarte, me cago en todo! ¡Que podría ser la rata que traicionó a su madre!» Aunque, ¿con qué propósito? ¿Precipitar su ansiada salida de allí? ¿Tan desesperada estaba?
No terminaba de encajarle.
Sin ningún lugar a donde escapar, no le quedó más remedio que sentarse en uno de los taburetes y observar como Furune les dejaba solos junto a tres cocineros.
—Oye, no tienes cara de Gūzen, Gūzen.
Datsue no pudo evitar esbozar una leve sonrisa.
—Ah, ¿no? Primera vez que me lo dicen —confesó—. ¿Y de qué tengo cara, pues?
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Ella intercaló su mirada, curiosa, entre los ojos ébano de Datsue y sus manos. De hecho, no se dio cuenta cuando ésta le había tomado una con las suyas. Se la volteó para verle la palma y pasó un dedo a lo largo de ella, recorriendo una de sus líneas del destino.
—Uhm. De todo, menos de Gūzen —dijo—. tampoco tienes las manos de un herrero.