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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Daruu se apartó de golpe, y no pudo evitar echar un vistazo a la puerta del calabozo. Los gritos de Kokuo, sin duda, estaban motivados por su miedo a volver a estar encerrada en la jaula del sello. Era una desesperación que aceptaba, aceptaba incluso el mote despectivo, humano. No obstante si no callaba ya, acabaría alertando a los guardias, y él tendría que marcharse.

¡Cállate, joder, Kokuo, espera! —advirtió, agitando las palmas de las manos delante de ella y acercándose a la jaula—Escucha. Escúchame, por favor. ¡Escúchame! ¿Quieres? Por favor.
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Daruu, visiblemente alarmado, echó una fugaz mirada a la puerta de entrada.

¡Cállate, joder, Kokuō, espera! —exclamó alarmado, haciendo aspavientos con las manos y acercándose a la jaula—. Escucha. Escúchame, por favor. ¡Escúchame! ¿Quieres? Por favor.

Pero aquello era lo último que necesitaba oír.

¡BAM!

Fue un visto y no visto. De un momento a otro, Kokuō había extendido el brazo a entre los barrotes, había agarrado a Daruu por el cuello de su sudadera y lo había acercado con violencia a ella, estampándolo contra las rejas.

«¡KOKUO, NO!»

—¡No... van... a volver... a encerrarme... en esa... jaula! —siseó, con sus chispeantes iris a escasos centímetros de los de Daruu—. Antes pasarán por encima de mí. ¡Antes pasarán por encima de mi cadáver!

«¡Kokuō, suéltale, por favor! ¡Nosotros no somos tus enemigos! ¡Recuerda lo que hablamos! ¡No te vamos a dejar sola!»

—¿Y entonces qué? ¡¿Eh?! —respondió en voz alta, furibunda—. ¿Tendré que soportar las constantes humillaciones, los insultos, las celebraciones porque el monstruo al fin se ha ido? ¿Tendré que confiar en vuestra palabra como humanos? ¿Tendré que esperar hasta que usted encuentre la manera de cumplirla?

Ayame tardó algunos segundos en responder:

«Ya te dije que tenía algo en mente. Créeme, he tenido tiempo de sobra para pensar aquí dentro. Sólo tengo que pulir los últimos detalles, y es posible que necesite algo de ayuda. Por favor, confía en nosotros.»

Kokuō profirió un profundo y grave gruñido, y entonces sus labios se curvaron en una sonrisa llena de amargura.

—Desde luego, ustedes son los que más se alegran de esta noticia. Yo no puedo compartir esa felicidad.

Y aún así, sus dedos se aflojaron. Soltó a Daruu. Y se volvió hacia el fondo de la celda, sumergiéndose en las sombras.
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Kokuo agarró a Daruu por la chaqueta y lo acercó a las rejas con violencia, haciendo chocar su cabeza contra el metal y haciéndole perder el conocimiento... parcialmente. Aunque él no podía pronunciar ni una sola palabra, escuchó la conversación que tenía lugar dentro de la celda. O más bien la mitad de la conversación. Un monólogo de Kokuo. Al final el Gobi terminó por soltarle, y Daruu cayó deslizándose por los barrotes de metal como un pelele sin vida, con los ojos cerrados y una herida sangrante en la frente.

Los guardias entraron hechos una furia. Se llevaron a Daruu y profirieron insultos a Kokuo y una fuerte patada a las rejas. Se llevaron el cuerpo del muchacho fuera del calabozo y escaleras arriba.

Y al día siguiente, Daruu no apareció.
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«¡¿Qué has hecho?! ¡Lo has matado!»

Gritaba una horrorizada Ayame. Ante la violenta reacción del Bijū, Daruu había caído al suelo casi inconsciente. Pero Kokuō no reaccionó ni cuando escuchó unos apresurados y pesados pasos acercándose como una turba. El escándalo no había pasado desapercibido a los guardias.

—¡¿Qué cojones ha pasado aquí?!

—¡Es Amedama! ¡Rápido, tenemos que sacarlo de aquí!

—¡Jodido monstruo! ¡Ya le dijimos que no era sensato venir tantas veces a ver a ese engendro!

¡BAM!

La patada que el guardia le asestó a las rejas reverberó por todo el calabozo, pero Kokuō no se movió. Seguía de espaldas a ellos, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. En aquellos instantes, no quedaba nada del talante orgulloso de la Bestia que le caracterizaba. En aquellos instantes, no era más que una Bestia apalizada que estaba cansada de aquella situación. Nada le importaba.

No fue hasta que los guardias se marcharon con el muchacho cuando se tiró sobre su futón, cerró los ojos y se dejó llevar. Se dejó acunar por las sombras de su celda. Y durmió toda la noche y parte del día siguiente. Siguió con los ojos cerrados aún cuando ya no tenía más sueño. Simplemente, no quería moverse más.

Y durante el siguiente día, Daruu no apareció por los calabozos.

«Espero que está bien...»
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«¡FSUM!»

Y a medianoche, hubo un destello del color de la sangre frente a la celda de Kokuo y Ayame. A esas horas, las luces estaban apagadas. Fue sólo un momento, lo justo para despertar a la durmiente. Ahora, el silencio.

Rsss, rsss, el sonido de una silla arrastrándose.

¡BAM!

Algo húmedo y viscoso golpeó a Kokuo en toda la cara.

Eso por pegarme en la cabeza, gilipollas —dijo Amedama Daruu, en la oscuridad—. ¡Espero que estes orgullosa! Ahora me han prohibido venir a verme y he tenido que recurrir a... esto.
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Un destello rojo, fugaz como un cometa, iluminó la oscuridad del calabozo durante apenas unos instantes. El suficiente tiempo como para acuchillar los sueños de Kokuō y devolverla al cruel mundo real. El Bijū entreabrió los ojos ligeramente cuando escuchó el siseante sonido de algo arrastrándose por el suelo. Y entonces...

¡BAM!

Algo le golpeó en el rostro. Un extraño golpe húmedo y viscoso.

En cualquier otra ocasión, Kokuō se habría levantado de golpe, alerta ante una amenaza desconocida. Habría arremetido contra su atacante con la furia de un titán, preparada y dispuesta para aplastarlo entre sus cascos. Pero el Bijū que quedaba dentro de aquella celda no era más que un cascarón vacío de voluntad. Y, como el cascarón que era, se quedó inmóvil sobre el colchón.

—Eso por pegarme en la cabeza, gilipollas —escuchó la voz de Amedama Daruu en la oscuridad—. ¡Espero que estes orgullosa! Ahora me han prohibido venir a verme y he tenido que recurrir a... esto.

—Bah —replicó Kokuō, dándose la vuelta en la cama para darle la espalda.
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Daruu arrugó la nariz, molesto.

¿Por qué lo hiciste? —dijo—. ¿Es lo primero que vas a hacer cuando te saquemos de la jaula del sello, reventarnos la cabeza contra algo? —Daruu acercó la silla un poco más, extremando la precaución, para poder bajar un poco la voz—. ¿Sabes lo difícil que lo voy a tener a partir de ahora para veros? ¿Tan mal nos hemos portado nosotros dos contigo para que nos castigues de esta manera? — Entiendo tu rencor y también entiendo que no quieras volver a ser la que está dentro del sello, pero por una vez, por una vez en muchos años nos tenías de tu parte.
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—¿Por qué lo hiciste? —escuchó a Daruu, más allá de las rejas. Sonaba visiblemente molesto, y la verdad es que no era para menos—. ¿Es lo primero que vas a hacer cuando te saquemos de la jaula del sello, reventarnos la cabeza contra algo? —añadió, acercando la silla un poco más para poder bajar la voz—. ¿Sabes lo difícil que lo voy a tener a partir de ahora para veros? ¿Tan mal nos hemos portado nosotros dos contigo para que nos castigues de esta manera? — Entiendo tu rencor y también entiendo que no quieras volver a ser la que está dentro del sello, pero por una vez, por una vez en muchos años nos tenías de tu parte.

Kokuō gruñó ligeramente y, sin volverse siquiera hacia la posición del muchacho, se limitó a colocarse boca arriba en el colchón.

—Porque no cumplirán su palabra. No se puede confiar en la palabra de un humano —respondió, tan convencida como si afirmara que el cielo es azul o que siempre llueve en Amegakure—. La señorita saldrá, y ustedes no tardarán en olvidarse de mí.

»Y aunque no lo hicieran
—añadió, antes de que Daruu la interrumpiera (porque estaba convencida de que lo haría)—, ¿qué piensan hacer? ¿Acaso conocen Fūinjutsu? ¿Acaso se creen más poderosos que los expertos de la Arashikage o que esos malditos Uzumaki de Uzushiogakure?

»Y aunque lo fueran... Es imposible. El chakra de la señorita se entrelaza con el mío con una fuerza que no sois siquiera capaces de imaginar
—explicó, juntando ambas manos en el aire y entrelazando los dedos. Después hizo el amago de separarlas con un ligero temblor, como si le estuviera costando hacerlo. Al final las separó con un violento movimiento y dejó caer una de las dos manos—. Y si nos separan, ella morirá. No podemos vivir la una sin la otra. O, más bien, ella sin mí.

»Estoy destinada a estar encerrada en ella, y no hay nada que pueda solucionarlo. Excepto la reversión del sello, claro.
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Daruu tardó al menos dos minutos en contestar. Necesitaba pensar. Durante un rato, en plena oscuridad, pareció como si el muchacho se hubiera marchado. Quizás de verdad lo hubiera hecho. Sin embargo...

Ayame podría cederte el control voluntariamente a ratos —dijo—. Podríais vivir juntas. Lleváis quince años haciéndolo. Mejor eso que salir y arriesgarte a que otro humano te selle en un jarrón. —Bostezó. Tenía un sueño tremendo. Considerando que era un Kage Bunshin, era una suerte que el original todavía no se hubiese dormido—. Pero da igual. El sello va a ser revertido. No te queda otra que averiguar por ti misma qué es lo que haremos. Y luego... —Hizo una pausa prudente— ...luego no nos quedará otra que averiguar por nosotros mismos qué harás tú con nosotros cuando te dejemos algo de resuello.

»No espero un agradecimiento, pero de verdad confío en no llevarme otra hostia en la cabeza. Eso sería genial.
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Un largo silencio acompañó a las últimas palabras de Kokuō. No hubo respuesta, no inmediata. Y cuando el Bijū comenzaba a pensar que el chico se habría marchado de alguna manera, volvió a escuchar su voz.

—Ayame podría cederte el control voluntariamente a ratos —dijo—. Podríais vivir juntas. Lleváis quince años haciéndolo. Mejor eso que salir y arriesgarte a que otro humano te selle en un jarrón.

Un sonoro bostezo rompió sus palabras, pero antes de que Kokuō pudiera añadir nada, Daruu siguió hablando:

—Pero da igual. El sello va a ser revertido.

El Bijū exhaló un profundo gruñido.

—No te queda otra que averiguar por ti misma qué es lo que haremos. Y luego... —Daruu hizo una breve pausa antes de continuar— ...luego no nos quedará otra que averiguar por nosotros mismos qué harás tú con nosotros cuando te dejemos algo de resuello. No espero un agradecimiento, pero de verdad confío en no llevarme otra hostia en la cabeza. Eso sería genial.

Esta vez fue el turno de Kokuō para tardar en responder:

—No me gustan los conflictos, no haré nada a nadie si no lo merece —argumentó, aunque se tuvo que morder la lengua al momento—. Lo de antes... ha sido un error —admitió, con un hilo de voz. No llegó a disculparse abiertamente, pero estaba claro, por el tono de su voz, que le reconcomía la culpa—. Pero respóndame a una cosa, Daruu, ¿cuál es la diferencia con que sea yo la que le ceda el control a la señorita?
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Espera. Eso era... ¿eso era una disculpa? Daruu tendría que haberse pellizcado el brazo para asegurarse si no se había quedado dormido, en verdad, y estaba en su casa, soñando.

—Pero respóndame a una cosa, Daruu, ¿cuál es la diferencia con que sea yo la que le ceda el control a la señorita?

Evidentemente, la diferencia era que el cuerpo era de Ayame y por eso ella tenía derecho a tener dicho control. Eso es lo que realmente pensaba. Eso era lo que egoístamente pensaba. Pero no fue lo que dijo. En su lugar, Daruu se levantó, dejó la silla en su sitio con delicadeza y pronunció estas palabras:

Pregúntaselo a Ayame, es su cuerpo, no el mío. Te sorprenderá. —Y dicho esto, el Kage Bunshin de Daruu se deshizo en una nube de humo que nadie vio.

Porque Daruu estaba seguro de que Ayame era tan ingenua, inocente y buena persona como para que le diera totalmente igual, con tal de que Kokuo no sufriera aquella jaula.
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Daruu volvió a tomarse su tiempo para pensar. De hecho, antes de que la respuesta llegara, Kokuō escuchó el familiar sonido de la banqueta colocándose en su sitio. Llegó a pensar que el chico se marcharía sin contestar, pero nuevamente se equivocaba:

—Pregúntaselo a Ayame, es su cuerpo, no el mío. Te sorprenderá.

Un ligero ¡¡Puff!! removió el aire, y, ahora sí, el Bijū volvió a quedarse a solas.

—¿Y bien, señorita? —preguntó en voz baja.

«Lo siento, pero tendrás que esperar a que salga de aquí para responderte. Desde aquí no puedo hacer nada.»

Kokuō torció el gesto y volvió a echarse en su cama. Antes de quedarse dormida estuvo dándole vueltas a todo aquello. ¿De verdad podía fiarse de la palabra de dos humanos? ¿De dos críos? Allí encerrada, sin posibilidad alguna de escapar, no le quedaría más remedio que hacerlo.

Ella, que se había negado en redondo a colaborar con los humanos.

Ella, que había rechazado la invitación de su hermano por su deseo de paz.

E, irónicamente, era ella la que ahora dependía de ellos.

«Más les vale no estar intentando engañarme.» Pensó para sí. «Más les vale... o perseguiré sus pesadillas todas y cada una de sus noches... Aprovecharé cada mínima debilidad para romper su cascarón... La haré perder el control hasta que su cuerpo no pueda soportarlo más... Y entonces volveré a ser libre de forma definitiva.»

«...»

«Las amenazas no eran necesarias. Kokuō, sabes que no sé mentir. Haré todo cuanto esté en mi mano por cumplir mi promesa.»
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Como era de esperar, Daruu no apareció al día siguiente por el calabozo. Tal y como había dicho el muchacho, le habían restringido el acceso; de hecho, incluso los guardias parecían mucho más ariscos que de costumbre. Normalmente miraban a Kokuo con o bien desprecio o bien miedo, le dedicaban alguna maldición en voz baja cuando se estaban marchando... pero hoy sólo tenían para ella una mueca de indiferencia silenciosa mucho más dolorosa que cualquier insulto.

La puerta del calabozo se cerró de un sonoro portazo metálico cuando le trajeron algo de agua a eso de las cinco de la tarde. Kokuo dedujo, a lo largo del paso de los días, que aquél era el fin del horario de visitas. A esa hora, normalmente, ya nadie venía a verla hasta el día siguiente.

Claro que, eso estaba a punto de cambiar.

Los tímidos pasitos de algo que definitivamente no era una persona se apresuraron a acercarse a la celda. Tap, tap, tap, tap. El hocico de un gatito blanco como la nieve se asomó discretamente. Tap, tap, tap. El animal se acercó a la silla. Flup, subió a ella y se sentó, atreviéndose a imitar un gesto humano. Y allí se quedó, mirándola.
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El día siguiente pasó en completo silencio y soledad. Daruu no acudió a verlas como solía hacer, quedaba claro que después de lo sucedido el día anterior lo iba a tener mucho más difícil para hacerlo, e incluso los guardias se comportaron con ella con una gélida indiferencia digna de alguien como Kōri. A Kokuō no es que le importara, estaba más que acostumbrada a estar sola... Pero no mientras estaba encerrada entre cuatro estrechas paredes.

El Bijū lanzó un largo y tendido suspiro cuando la puerta del calabozo se cerró con un sonoro portazo. Aquello marcaba el final del supuesto horario de visitas que había dibujado en su mente a lo largo de aquellos días, por lo que terminó por recostar la cabeza sobre la pared y se dispuso a esperar que las horas pasaran, lentas e inexorables, y que el sueño volviera a invadirla cuando llegara la noche.

Sin embargo, unos tímidos pasitos la devolvieron a la realidad. Kokuō entreabrió los ojos, extrañada. No sonaban como los típicos pasos de un humano, más pesados y espaciados en el tiempo, sino...

«¡Un gatito!»

Exclamó Ayame, con una emoción demasiado exagerada para algo tan trivial. Aunque no podía culparla, después de tantos días en los que sólo podían ver barrotes y ladrillos y caras de gente conocida y desconocida, después de tantos días de monotonía, no estaba mal apreciar algo que se salía de lo habitual. Y, afortunadamente, no era un humano.

El felino, blanco como la nieve, se subió a la silla que solía ocupar Daruu y se sentó sobre ella. Allí se quedó, mirándola fijamente. Y Kokuō se permitió el lujo de esbozar una tenue sonrisa.

—¿Cómo se ha colado aquí? ¿Es que va a ser mi nuevo guardia?
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—¿Cómo se ha colado aquí? ¿Es que va a ser mi nuevo guardia? —preguntó Kokuo.

El gato se quedó mirándola un momento, luego torció un poco la cabeza, observándola elocuentemente con la cabeza ladeada, y...

¡Nyo, sólo tenía curiosidad! Defecto de gato.

...el gato habló.
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