Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Era de noche, y las profundidades del océano eran frías y oscuras. No obstante, a diferencia de Oonindo, que solía caer en una larga quietud en la mayor parte de su territorio, allí abajo seguían pasando cosas. El mar era así: siempre en continuo movimiento.
Así como las criaturas que la habitaban.
Un tiburón y un medio tiburón atravesaban las aguas como dos balas.
—¿Sabes a dónde te llevo, Kaido? —preguntó el tiburón, llamado Daseru. Aunque los humanos solían darle el nombre de tiburón tigre de arena, o incluso tiburón damisela. ¿Por qué? No tenía ni idea. En su opinión, no se parecía en nada a un tigre, y menos a una jodida damisela.
Humanos. No eran conocidos por tener buena vista, después de todo.
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Allí, en las oscuras aguas del mar profundo, Kaido se deleitaba con todo. Mientras más descendían, más se le iluminaba el alma. Se sentía más en casa. Lo cierto es que nunca había descendido tanto. Nunca había alcanzado semejante profundidad, aún y a pesar de que siempre soñó con saber qué era lo que escondía el fondo del lecho marino. Para él, era como el deseo de los humanos comunes y corrientes de encontrar lo que oculta el horizonte, o el tesoro detrás de un arcoiris.
—A ver al Rey del Océano, ¿no? —dijo, con el agua atravesando sus branquias, y generando burbujas allí cada que hablaba—. a afrontar mi destino.
Daseru rio, y una larga línea de burbujas salió despedida de su boca.
—¿A Torasu? No, eso es lo que hubiese pasado de haber venido conmigo cuando te pedí, cuatro meses atrás.
Kaido, con los números de Shaneji, había calculado que en dos semanas podría reunirse con él. Pero habían pasado cosas, muchas cosas. Se había encontrado con Datsue, con Eri, con el propio Akame, a quien el mundo daba por muerto. Había pasado semanas en el desierto, preparando una infiltración a la Prisión del Yermo de la que había salido vivo de milagro. Y, sin darse cuenta, las dos semanas se habían transformado en cuatro meses.
Eso era mucho tiempo en el fondo marino. Y es que, como ya se ha dicho, el mar no para de moverse... y de cambiar.
—Él tenía planes para ti, Kaido. Era un buen tiburón. No hubiese podido reinar durante siete años si no lo fuese. De los reinados más largos que se recuerdan. Firmó la paz con los delfines. Con los cachalotes. ¡Incluso con las orcas! ¡Las jodidas orcas! —exclamó, como si eso hubiese sido impensable años atrás—. Pero con cada tratado de paz, hubo concesiones. Y esas concesiones fueron interpretadas como signos de debilidad por algunos de los nuestros.
»No, a quien te llevo a ver, Kaido, es a su asesina. A la nueva Reina del Océano. Y ella… Yo no sé qué planes tiene para ti.
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«Oh, así que... ellos también tienen sus disputas» —se dijo introspectivamente, mientras escuchaba la fatídica historia de cómo el antiguo rey había sido asesinado por una nueva gobernante del mar. Umikiba Kaido no supo como sentirse con la noticia: por un lado, siempre creyó, por palabras de Daseru, que él estaba destinado a conocer a ese tal Torasu. Que el gran amo de los océanos estaba esperando a que la leyenda del Umi no Shisoku renaciera entre sal y agua, como contaban los cánones de la historia. Que, quizás, sería su próximo heredero.
Ahora los planes habían cambiado, no obstante. Cuando la corona cambia de lomo, y son otros dientes lo que rigen la ley en las profundidades, uno nunca sabe en qué escala de la cadena alimenticia se encuentra. Por lo que a él respecta, la nueva reina podría comérselo apenas lo viera vivo en su territorio.
Trató de imaginar como era ella. Tenía que ser grande. Fuerte. Poderosa como ningún otro tiburón.
—No le temo a nada, mucho menos a los míos. Lo que deba ser, será. Que la reina así lo decida —advirtió, confianzudo y extremadamente valiente—. no volveré a la superficie sin haber cumplido con la profecía del Umi no Shisoku.
Las carcajadas de Daseru se extendieron por todo el océano, vibrantes. Era gracioso, Kaido. Muy gracioso.
—No sabes nada, ¿eh? Precisamente para cumplir la profecía… tendrás que salir del mar.
¿Cómo se suponía que iba a cumplirla, sino? Ah, pobre escualo. Qué poco conocía. Qué poco sabía. Quizá era mejor así. De hacerlo, no estaría tan tranquilo.
• • •
Habían pasado horas. Quizá hasta ya era de día. Horas y horas nadando. Kaido no tenía ni idea de hacia dónde se dirigían. ¿Cómo orientarse? Pero Daseru parecía saberlo muy bien.
De pronto, ambos captaron algo moviéndose a lo lejos, debajo. Daseru sonrió.
—¿Tienes hambre, Kaido?
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Tan enigmático como podía ser Daseru a veces, le hizo saber a Kaido que estaba equivocado. Que si tiempo en la superficie aún no había acabado. El escualo frunció el ceño, confuso, tratando de mantener la compostura.
Nadar, nadar; sin que nada te perturbe. Nadar, nadar, sin mirar atrás.
. . .
Tras largas horas de nado continuo, Kaido amenizó el ritmo cuando Daseru volvió a hablarle. Para entonces ya se había descalzado las sandalias ninjas y la camisa, para evitar mayor resistencia durante su sumersión.
—Faltarán unas cien o ciento veinte Sangres. —Más o menos, a olfato de buen tiburón—. Sí, yo también tengo algo. Venga, vamos a comer.
Por desgracia, hablaban tan alto que espantaron a su posible presa, fuese lo que fuese. Fuese lo que fuese, sí, pues para ellos todos eran presas.
Tuvieron que nadar un buen rato más, acercándose a la costa, para contemplar nuevo alimento.
Daseru le dio un aletazo a Kaido para advertirle. Arriba, en la superficie, se veía un grupo de leones marinos. Daseru aprovechó que los primeros rayos del sol todavía no eran capaces de atravesar la superficie del mar para colocarse debajo de ellos.
Existía la creencia común de que los tiburones eran criaturas solitarias. Que preferían cazar solos. Quizás era así, quizás no, pero resultaba innegable pensar que si las bestias marinas se unían en manada como lo hacían las leonas en la sabana, para apabullar a sus presas, el resultado sería una infalible matanza de proporciones colosales. Por esa razón, cuando Daseru le pegó el aletazo, alertándole de que tenían al desayuno a unas cuántas leguas por encima de ellos, el tiburón de Amegakure —o ahora, de Dragón Rojo—. entró en modo asesino. Flotó paulatinamente con la marea para ocultar su rastro, olfateó las corrientes del agua y dejó sus piernas listas para iniciar la persecución. Si iba a ser un tiburón de verdad, tenía que cazar como uno.
Aguardó entonces la señal. Cuando Daseru diera la orden, iba a dar inicio a su primera caza, junto a su congénere.
Y Daseru localizó a la presa que quería. Allí, justo arriba, un león marino nadaba en la superficie. Era grande, debía ser un macho. De unos dos metros y buenos doscientos quilos de carne de mar. Oh, sí… Ya sentía la carne entre sus dientes. La sangre empapando su boca.
Sí…
¡¡Sí…!!
Salió disparado hacia arriba —esa era la señal que Kaido estaba esperando—, mas varias presas se percataron y salieron despavoridas. También la suya, para su mala suerte. Pero para buena de Kaido, porque la línea que trazaba su nado pasaba justo por encima suya.
Era ahora…
O nunca.
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Kaido salió disparado como un torbellino, interceptando la ruta de su presa. Ya había pensado cómo iba a matarle. No podía usar armas ninja porque no estaría al mismo nivel que Daseru, ni demostraría que era realmente digno de cazar en el océano. Tenía que hacer uso de las únicas herramientas que la genética le había conferido: la velocidad, y sus dientes. Su objetivo era alcanzar al león marino con un enorme y severo mordisco a nivel del cuello, con las manos apretándole el cogote e hendiendo aún más los colmillos para cortar la yugular. No importaba la sangre. No importaba el agua escapándose entre las comisuras de su boca, abierta de par en par.
Oh, sí Kaido era rápido bajo el agua. Y letal. En innumerables ocasiones había despedazado vivos a sus enemigos gracias a sus poderosas mandíbulas. Enemigos fuertes, rebosantes de chakra aunque con la piel muy fina. Pero con el león marino… Bueno, digamos que jugaba en otra categoría. Era demasiado grande, y tenía la piel demasiado gruesa, llena de grasa.
El león marino se revolvió, propinándole un potente aletazo para librarse de su mordedura. Kaido vio sangre, pero no era ni mucho menos la suficiente.
Daseru, por otra parte, hubiese podido poner fin a aquello. Podía salir despedido, morder al león marino en el estómago, y despedazarlo en cuestión de pocos minutos. Quizá menos. Pero, por algún motivo, no lo hacía.
Más bien, estaba esperando. Observando.
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Y precisamente, porque le estaban observando; no estaba en la labor de decepcionar a nadie. Menos a sí mismo.
Era perfectamente consciente que su arremetida inicial podría no ser suficiente. Pero no iba a rendirse tan fácil. El gyojin recibió el aletazo sin pudor y se mantuvo cercano al león en un nado serpentino que le permitió llegar hasta el lomo, de nuevo, y rodear la cabeza de la foca mientras sus pies descalzos se ataban en un nudo alrededor de su aleta. Al unir las manos a nivel del cuello, no obstante, Kaido realizó un sello e invocó a la bendición amenokami, una vez más.
Su cuerpo antropomórfico sufrió finalmente una inyección de agua, y sus características físicas se vieron enaltecidas por la humedad concentrada que de a poco se acumulaba alrededor de todos sus músculos. Mientras más crecía, mayor era su fuerza, y mientras mayor era su fuerza, más poderoso era su agarre sobre el león. Entonces sus brazos potenciados dejaron de ser un anzuelo para convertirse en un ancla que caería con todo su peso en la vértebra del león. Codos sobre el lomo, manos sobre el hocico. Y apretar, apretar, apretar... hasta quebrarlo en dos.
- Daños: +15 PV a todo Tai básico o del arma - Efectos adicionales:Fuerza +10, Resistencia +10 - Sellos: Carnero (Mantenido durante unos segundos) para ensanchamiento corporal - Velocidad: Moderada - Alcance y dimensiones: -
Basándose en los principios básicos de la técnica de Hidratación, el usuario modifica ligeramente el proceso y acumula en su interior una exuberante cantidad de humedad que acaba distribuyendo de forma equitativa a lo largo y ancho de su cuerpo. Esta fluctuación tan grande de agua le induce finalmente en una especie de metamorfosis donde cada uno de sus músculos comienzan a crecer abruptamente de tamaño y que al cabo de un tiempo considerable, acaban por convertir a su ejecutor en una bestia hinchada y curtida de proporciones colosales que se antoja visualmente imponente. Músculos compactos, cuerpo definido y ligeramente más ancho, alto y portentoso del que tendría en su estado normal.
Estos cambios tan marcados a nivel corporal traen consigo una serie de ventajas, como el aumento sustancial de dos capacidades físicas fundamentales cuando se trata de la fortaleza del usuario: la fuerza y la resistencia. Sus brazos de yunque harán más daño de lo normal y su cuerpo resistirá mejor las heridas gracias a la evidente evolución. Además, todo ataque que esté relacionado con el taijutsu o el uso de algún arma de mano tendrá un bonus de daño adicional, proveniente de esa fuerza bruta que dopa constantemente todos sus movimientos.
El cuerpo titánico es una técnica que puede ser mantenida en el tiempo pero que trae consecuencias al usuario una vez ésta es desactivada. El atributo Aguante sufrirá un -10 permanente durante el resto del combate hasta que sea capaz de reponer sus reservas de agua que han sido consumidas por la transformación, o bien que pasen cinco turnos del usuario.
Y sus cuerpos surfearon una ola. Y se sumergieron. Y se sacudieron violentamente.
¡Crack!
Y algo sonó ha roto.
Daseru enseñó los dientes. ¿Era aquella una sonrisa?
—Qué forma tan peculiar de cazar… —Pero no sería él quien le pusiese pegas. Un tiburón mataba a su presa con cualquier cosa que tuviese al alcance de un aletazo. No importaba el cómo, sino el resultado—. Oh, ¡sí! ¡A esto lo llamo yo una buena pieza!
Lo que sucedió a continuación fue un cúmulo de mucha espuma roja, vísceras por todos lados y una hambre que, más que ser insaciable, parecía que iba en aumento con cada bocado que daba.
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Kaido, no obstante, no comió de su presa. Podía ser un tiburón, pero su organismo seguía siendo el de un humano. Por tanto, se quedó con el mérito de la victoria en su primera caza. Era suficiente premio. De comer, pues... ya vería que hacia luego.
De pronto, Kaido sintió un dolor terrible en el brazo, allí donde había recibido el bautismo draconiano. Como si alguien le hubiese estampado un hierro al rojo vivo. Fue repentino, agudo e inclemente, tanto que se quedó sin aire y su mente desconectó por unos instantes.
Seguía estando en el mar, junto a Daseru, pero al mismo tiempo… Notaba como que también estaba en otro sitio. En una estancia que no dejaba de tambalearse. Poco a poco, fue comprendiendo. Él seguía estando en su cuerpo, pero en otra cabeza. Una a la que acababan de decapitar. Una de sus ocho cabezas.
Por un instante, sintió todo lo que esa cabeza había sentido instantes antes de morir. El desconcierto. La sorpresa. La gran frustración por no poder ver cumplido su sueño. Y entonces oyó una voz, resonando como un eco en su cabeza.
—Me dicen Suzaku. ¡Y a partir de este día me conoceréis como a un Dragón!
Le vio la cara. Le vio las vendas. Le vio los ojos.
—Te felicito, Suzaku, por matar a mi hijo —dijo Kaido. O eso creyó él, al principio. Luego se dio cuenta que era alguien hablando a través de él. ¿Ryū?—. Ocuparás su lugar, o morirás para dejar sitio a otro.
El fuego le consumía, y el mar empezaba a volver ante su visión. Pero sabía que, si quería, él también podía lanzar un último mensaje…