Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Kaido asintió, como si estuviese totalmente de acuerdo respecto a la afirmación del pagano.
—Si tu lo dices —dijo—. ¿seguís siendo tantos como antes? ¿tenéis vecinos ocupando las otras casas?
El aroma de la carne, así fuera masacrada según los estándares culinarios al ser cocinada directamente en el horno sin haberse descongelado apropiadamente; le inundó las fosas nasales. No comprendió el hambre que tenía hasta ese momento.
—¿No lo veis? —dijo, señalando la comida—. comida. Estaba hambriento y pensé que sería buena idea hacer una parada en mi isla paradisíaca favorita para saciar mi estómago —el clon hundió más sus dedos en las nucas de los hombres, como una señal—. saben, tengo que estar fuerte. Pronto debo matar a un Uchiha y... debo estar bien alimentado.
»Oh, y ahora que lo recuerdo... ¿estáis muy interesados en ellos, verdad? ¿cómo es que decíais...
»Cuando la luna de sangre baja, la línea entre hombres y bestias se difumina...
—… el digno será bendecido con un hijo —terminaron al unísono.
Así que ese chico sabía más de lo que aparentaba. ¿De verdad había sido simple casualidad? ¿De verdad había decidido parar a reponerse precisamente en aquella isla? Costaba creer que se produjese semejante coincidencia.
Sin embargo, hubo algo que dijo que les llamó sumamente la atención.
—Qué desperdicio. ¿Por qué no nos lo traes a la isla? Te pagaremos bien —le aseguró.
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«¿Cuánto le falta a la carne?» —meditó introspectivamente—. «sí, mejor les sigo sacando conversación hasta que esté lista»
—¿Cuánto estaríais dispuestos a pagar? —indagó, coqueto—. y lo más importante: ¿porqué? ¿qué tienen los Uchiha de importante para... lo que sea que hagáis aquí?
»Entenderán que no puedo correr estos riesgos sin saber la motivación que tenéis.
Cuando supo que la comida estuvo lista, el clon hizo lo necesario para sacarla del horno sin quemarse en el intento, y trató de rebanarla en cortes poco uniformes para facilitarle a Kaido que lo ingiriera. El bunshin detrás de los paganos aumentó su vigilia mientras el Kaido real empezaba a masticar la carne, con poco sabor cabe destacar, aunque nutritiva al fin y al cabo.
Umikiba Kaido se puso las botas. Y poco a poco, sintió cómo iba recuperando sus fuerzas. Cómo sus músculos volvían a agitarse, conocedores de que tenían energía que consumir.
Estaba listo.
Estaba preparado.
La única cuestión que faltaba por resolver era… ¿Qué hacer con aquellos dos?
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En cuánto acabó de comer, sin ánimos de perder más tiempo, se sentó frente a uno de ellos. No muy cerca, no muy lejos. Lo suficiente.
Luego ejecutó un sello, mirándole a uno de ellos a los ojos.
Luego, el mar. Era curioso como el fenómeno de su técnica emulaba el sonido de las olas, chocando contra algo. En esta ocasión, era su piel la que estaba ondeándose a medida de que las mareas de su humedad se moldeaban a imagen de semejanza del hombre que tenía al frente. Segundo tras segundo, Kaido pasaba de ser un tiburón azul a... ¿cómo lucía, el hombre de la capucha?
Esa sería su nueva apariencia.
Una vez se viese totalmente transformado, su clon les aplicaría una llave a nivel del cuello para desmayarlos sin tener que quitar dos vidas de forma innecesaria. Kaido cogió sus capas, se atavió de ellas, y continuó saciando su hambre antes de partir.
Finalmente, puso rumbo —con la seguridad que el físico de uno de los paganos podía darle—. hacia el puerto.
Oh, era un hombre de lo más normal. Flacucho, con el pelo negro y rizado, no muy largo, y ojos castaños. De perfil, su nariz parecía tener algo de joroba, pues se hundía en su nacimiento. Barba de tres días, y cejas espesas.
No tuvo problema en poner a dormir a aquellos hombres, y en salir de allí con la confianza de que nadie le pondría en apuros.
Estaba volviendo a la orilla, cuando a lo lejos, creyó oír a alguien gritando. No provenía del pueblo, sino de otro lado. Quizá de un lugar cerca de la playa. Aquella voz… le sonaba. Le recordaba a alguien, pero no era capaz de ponerle rostro ni nombre.
¿Volvería al mar, a cumplir, de una vez, con su destino? ¿O dejaría que su curiosidad le venciese, y tomaría un último desvío?
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27/05/2019, 18:04 (Última modificación: 27/05/2019, 18:07 por Umikiba Kaido. Editado 1 vez en total.)
Un último desvío sus cojones. Ya era suficiente de posponer lo inevitable. De preocuparse por otros por encima de su propio pellejo. Ahora la prioridad era encargarse de sí mismo. De hacerse más fuerte, y sólo lo iba a conseguir conociendo a la Reina.
Umikiba Kaido decidió, y no pudo ser otra cosa, por supuesto, que su propio destino. Porque había dado ya demasiadas vueltas por tierras áridas y desérticas, tan contrarias a su hábitat natural. Porque lo había pospuesto demasiadas veces. Y, por encima de todo, porque tenía razón: ya era hora de volver a donde pertenecía.
Atrás dejaba a una mujer que había abandonado hacía dos años, conscientemente, en aquella isla de lunáticos por salvarse el pellejo. Ahora la abandonaba por segunda vez, sin siquiera saberlo, y, como reza el dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Jamás le perseguirían por las noches los recuerdos de Togashi Yuuki, y su triste destino.
Qué narices. Probablemente ni le hubiesen perseguido la primera vez. Después de todo, era un Tiburón.
Tras reencontrarse con Daseru, este rodeó la isla y le condujo hasta una gigantesca cueva sumergida en las profundidades del mar. La entrada era de película: la piedra de la cueva era blanca, y por cómo estaban puestas daba la impresión de estar adentrándote en las mismísimas fauces de un gigante marino.
Ya allí, Kaido empezó a ver tiburones por todas partes. Muchos de ellos durmiendo, reposando a contracorriente. Tiburones de diversos tamaños y formas, de lo más variopintos. Tiburones con cabezas que se asemejaban a un martillo. O tan alargados que parecían una auténtica flecha. Tiburones con el dorso azul y blanco en el vientre. Tiburones con un lomo verde azulado con rayas más oscuras, asemejándoles a tigres. Tiburones de dos, tres metros. Y auténticas bestias de ocho o más.
A medida que se fueron adentrando en la cueva, empezaron a ver tiburones algo más despiertos. Kaido notó las miradas de ellos clavadas en su yugular, y no fueron pocos los que se acercaron a interesarse por el curioso invitado que traía Daseru. Él los despachaba diciendo que primero tenían que hablar con la Reina del Océano.
—No te pongas nervioso —le dijo, en voz baja—. Y si lo haces, que no se note.
Ese fue todo el consejo que recibió antes de enfrentarse a su destino.
Kaido tardó en verla, pero supo que era ella al instante. Estaba rodeada por muchos. Muchos tiburones que nadaban a su alrededor, como si para acceder a ella antes tuvieses que atravesar varios anillos de dientes enfurecidos. Un anillo estaba formado por al menos media docena de tiburones, y nadaban en el sentido del reloj. El siguiente, formado por unos pocos menos, en dirección contraria. Y así hasta que solo quedaban dos.
Era curioso, a medida que los anillos se iban acercando a la Reina, los tiburones que lo conformaban eran más y más grandes. Pero uno de los dos tiburones que estaba más cerca de ella era condenadamente raquítico en comparación. Un metro y medio, a lo mucho. Muy alargado, con dos aletas situadas bastante atrás en comparación a lo general y con unos ojos que a Kaido le recordaban a los de un gato.
Cuando Daseru pidió ver a la Reina, los anillos se abrieron y los tiburones formaron dos auténticas murallas enfrentadas, que parecían dar la forma de un pasillo. Daseru y Kaido tuvieron que internarse por éste, con decenas de miradas sobre ellos. Dos tiburones —el tiburón con ojos de gato y otro mucho más grueso, con un lomo color verduzco y al menos diez metros de envergadura—, se pusieron al frente, custodiando a su reina.
Aunque, viéndola, no parecía necesitar de mucha protección, precisamente.
Y es que, ¿quién era la Reina del Océano? ¿Cómo era? Cabe decir que cada diente suyo era más grande que el cuerpo de Kaido. Eso para empezar. Y para seguir, había que precisar que uno perdía la cuenta si quería contarle los dientes. Porque tenía a porrones, y cuando uno creía llegar al final, justo se daba cuenta que detrás, tenía más. Así era, contaba con tres hileras de dientes, todos en forma triangular, aserrados y perfectamente alineados. Una máquina perfecta de aferrar, cortar y triturar.
Y claro, cuando uno dejaba de prestar atención a sus hipnóticos dientes, se fijaba en el resto. Y el resto era jodidamente enorme. Medía al menos veinte metros de largo, con el morro algo alargado, en forma de cono, y una larga cicatriz zigzagueando de arriba abajo. Su boca era un arco, en una eterna sonrisa sangrienta, y sus ojos, la única cosa pequeña que se le podía achacar. Totalmente negros. Sus orificios nasales eran particularmente estrechos, como hendiduras. A los costados contaba con dos aletas pectorales gigantescas, y otras dos más atrás, cerca de la cola, aunque estas mucho más pequeñas. Y otras dos más, incluso más pequeñas que las últimas, cerca de la cola.
Qué decir de la aleta dorsal. Le faltaba un trozo, como si un gigante marino le hubiese dado un bocado y le hubiese arrancado una gran porción. Pero, aún así, era inconfundible. Demasiado característica como para no reconocerla. Oh, sí, querido lector. La Reina del Océano pertenecía, efectivamente, y como no podía ser de otra manera, al clan de los tiburones blancos.
—¡Daseru! ¡Qué alegría verte! —Cuando la Reina hablaba, el agua que había a su alrededor vibraba. Literalmente. De hecho, de estar en la costa, sus solos movimientos hubiesen creado auténticas olas—. ¿Y quién es ese pezqueñín que me traes ahí?
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Incapaz de saber que los murmullos fantasmagóricos que se avecinaban durante su caminata hacia el muelle pertenecían a una vieja conocida, Kaido superpuso sus propios intereses ante cualquier recuerdo ajeno a sus aventuras en la Isla Monotonía. El mar le abrazó entonces nuevamente, y junto a Daseru, su nuevo camarada; se embarcaron nuevamente hasta las profundidades del océano.
Ambos circunvalaron la isla y llegaron finalmente hasta el santo grial. Una cueva sumergida de proporciones enormes cuya entrada —de aspecto pedrusco con la silueta de una enorme fauce que se dirigía a las mismas entrañas de la Reina—. se vio de pronto custodiada por, como no podía ser de otra forma; cientos y cientos de tiburones. Tantos que no podía contarlos echando tan solo una mirada. Kaido quedó maravillado no sólo por la variedad de especies que se encontraban dormitando en mancomunidad, salvaguardadas por la contracorriente que les permitía mantenerse en un nado continuo aún y estando en sopor, sino también por el sentido de pertenencia que irradiaban todos y cada uno de ellos. Siempre existió el mito de que los tiburones eran seres solitarios, pero nunca supuso que en una familia animal tendría que ser, desde luego, diferente.
Con los ojos brillosos, llenos de vida, el escualo nadó entre ellos como si les conociese de toda la vida. Sin miedo. Sin temor. Muchos pensarían que el gyojin se iba a ver superado por los centenares de dientes que en cualquier momento podrían tratar de devorarlo, pero lo cierto es que, en ese momento, estaba encantado. La adrenalina, bombeándole el corazón a mil por hora. En su rostro, una sonrisa reveladora. Una felicidad genuina. Fue entonces cuando no pudo evitar recordar a Shaneji.
«Gracias. En donde quiera que estés»
Finalmente, dieron con dos amplios anillos de seguridad con numerosos escualos nadando en direcciones contrarias, rodeándola . Era ella, un enorme ser de pura carne y dientes que probablemente no necesitaba protección. No obstante, su séquito de tiburones la protegía en un cordón de seguridad que sólo se abrió ante su paso cuando Daseru así lo pidió. Un gran puñado de miradas furtivas —Kaido pensó que así debía sentirse una foca cuando el Tiburón va a la caza—. Se ciñeron sobre ellos con cada nado. Con cada abrazada. Cada vez eran más grandes.
Hasta que dieron con sólo dos. Sus más allegados, supuso el gyojin.
Allí, de cerca, Kaido acabó contemplando la magnanimidad de la Reina del Océano. Hasta sus dientes eran más grandes que él. ¿Su cuerpo? veinte metros lineales que se antojaban lejanos hasta la cola. A la dorsal le faltaba un trozo, y otro par de cicatrices daban veracidad de que allí en el mar no había nadie que pudiera rivalizar con ella. Absolutamente nadie.
La voz de la Reina creó un enorme estruendo, allí en la cueva. Kaido se encontró entonces en el centro de atención, al ser increpado de forma directa. No pudo evitar mirar a su alrededor para tratar de calcular cuántas fauces tendría que evitar en caso de que no se le considerara digno y tuviera que salir cagando leches hasta la superficie, pero pronto se convenció de que, si ese era el resultado, ya podía considerarse un hombre-pez muerto. No tenia caso pensar que podría deshacerse de cientos de tiburones leales. Mucho menos escapar de ella. De...
No sabía su nombre, pero tenía La impresión de que, una vez lo escuchase, no lo olvidaría nunca.
—Umikiba Kaido —dijo, haciendo una burda reverencia. Sonreía, kaido sonreía. Quizás sus dientes no eran tan grandes, pero su ferocidad debía ser incuestionable—. un Umi no Shisoku.
Se produjo un largo silencio, en el que todos se quedaron mirando a Kaido detenidamente. De arriba abajo. Analizándole. Preguntándose si realmente aquel humano que no llegaba ni a los dos metros era quien aseguraba ser.
Algo interrumpió ese silencio, el sonido de una cueva desplomándose en una avalancha: así era la risa de la Reina.
—Ah, sí. A Torasu le gustaban mucho esos cuentos. ¡El Hijo del Oceáno! ¡Nacido del propio Mar! ¡Quien montaría al monstruo marino más grande de la historia y llevaría el océano a Oonindo!
Movió su enorme cabeza de un lado a otro, para verle con ambos ojos.
—Oh, no veo que montes nada. ¿¡O es que tu montura todavía es más pequeña que tú!? ¡Eso sería difícil! —exclamó, arrancando las carcajadas de sus más allegados—. Vosotros, los humanos, siempre os creéis el centro de todo. Que todo gira a vuestro alrededor. ¡No eres el primer bicho con patas que se cree ser un Umi no Shisoku, Kaido! ¡Al menos los otros eran más grandes que una jodida carpa!
Esta vez, la cueva llegó a vibrar con las carcajadas que levantó.
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Ya Daseru se lo había advertido. El antiguo Rey creía en la leyenda, tanto como él. Con la nueva dueña de los mares era una historia distinta, y así se lo hizo saber ella con una estruendosa sonrisa que palpitó el lecho marino hasta sus cimientos.
Kaido sonrió con amplitud.
—Quizás no soy el primero, mi Reina —contestó con gallardía—. pero pronto os daréis cuentas que soy el último. Y el único.
A veces, las respuestas más sencillas eran las más efectivas. ¿Querían ponerle a prueba?
No iba a ser Kaido quien se quisiera lo contrario.