16/04/2016, 23:44
Shinzo era un hombre pesado, corpulento. Siempre había tenido la ventaja que le daba su porte visualmente imponente, y su máscara; hecha para entonar el rostro de pocos amigos con el que había tenido que cargar toda su vida, acentuaba muy bien el papel que el hombre estaba jugando: a ser el enemigo de una ciudad, controlarla a través del miedo y vivir de sus humildes ciudadanos hasta que estuviese viejo.
Ese era su plan. Pero; ¿por qué?
Él fue una vez un joven comprometido a una causa. Un prospecto de su familia, dispuesto a hacer sentir orgulloso a su santa madre. Pero siempre fracasó, una y otra vez, y el sueño esperado de todo joven a él nunca le llegó. Su frente nunca vistió una bandana y la frustración se apoderó de él, pues no tenía lo necesario para ser un ninja; no al menos tan joven como los demás.
Creció lleno de odio. Dejó de intentar ser un shinobi y tuvo que trabajar de ganadero para ganarse la vida. Lo odiaba, odiaba el estiércol, odiaba a las vacas; odiaba al mundo. Se odiaba a sí mismo.
Dejó todo atrás y creció como un forajido, y aprendió a por las malas que hay una forma sencilla de vivir y es a través del trabajo de otros. Yachi, por suerte, era sólo su primera víctima.
Shinzo pensó que ya tenía ganada la partida. Esos hijos de puta que se hacían llamar ninja no podrían con él, aunque sabía que probablemente tuvieran mejores habilidades que las suyas; las cuales eran básicas y había logrado controlar después de mucho tiempo, cuando en realidad son las más sencillas del repertorio de un shinobi. Pero su mundo ideal no se iba a venir abajo por un par de críos y con cargarse al pelirrojo tendría la ventaja sobre el resto.
Pero nuevamente, el pasado tocó a su puerta. Como si fuese en el patio de la escuela, Yota demostró su superioridad ante el hombre y evitó la embestida de su espada, haciéndole además un severo daño en los testículos con una fuerte patada. Ahogado en dolor, el gorila soltó el arma y cayó de rodillas al suelo, con los orbes prácticamente fuera de sus cuencas, rojos, y con algunas lagrimillas rozándole su mejilla.
La máscara se soltó de su cabeza y dejó ver la verdad. A un hombre tan débil como los ciudadanos de los que se aprovechaba.
Kaido se acercó de a poco hasta la posición del tipo y le tomó el cabello para subirle la cabeza. Entonces miró a sus dos compañeros, todo mientras su mano derecha empuñaba una kunai y la acercaba peligrosamente al cuello del derrotado.
—Qué dicen: ¿le rajamos el cuello?
Ese era su plan. Pero; ¿por qué?
Él fue una vez un joven comprometido a una causa. Un prospecto de su familia, dispuesto a hacer sentir orgulloso a su santa madre. Pero siempre fracasó, una y otra vez, y el sueño esperado de todo joven a él nunca le llegó. Su frente nunca vistió una bandana y la frustración se apoderó de él, pues no tenía lo necesario para ser un ninja; no al menos tan joven como los demás.
Creció lleno de odio. Dejó de intentar ser un shinobi y tuvo que trabajar de ganadero para ganarse la vida. Lo odiaba, odiaba el estiércol, odiaba a las vacas; odiaba al mundo. Se odiaba a sí mismo.
Dejó todo atrás y creció como un forajido, y aprendió a por las malas que hay una forma sencilla de vivir y es a través del trabajo de otros. Yachi, por suerte, era sólo su primera víctima.
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Shinzo pensó que ya tenía ganada la partida. Esos hijos de puta que se hacían llamar ninja no podrían con él, aunque sabía que probablemente tuvieran mejores habilidades que las suyas; las cuales eran básicas y había logrado controlar después de mucho tiempo, cuando en realidad son las más sencillas del repertorio de un shinobi. Pero su mundo ideal no se iba a venir abajo por un par de críos y con cargarse al pelirrojo tendría la ventaja sobre el resto.
Pero nuevamente, el pasado tocó a su puerta. Como si fuese en el patio de la escuela, Yota demostró su superioridad ante el hombre y evitó la embestida de su espada, haciéndole además un severo daño en los testículos con una fuerte patada. Ahogado en dolor, el gorila soltó el arma y cayó de rodillas al suelo, con los orbes prácticamente fuera de sus cuencas, rojos, y con algunas lagrimillas rozándole su mejilla.
La máscara se soltó de su cabeza y dejó ver la verdad. A un hombre tan débil como los ciudadanos de los que se aprovechaba.
Kaido se acercó de a poco hasta la posición del tipo y le tomó el cabello para subirle la cabeza. Entonces miró a sus dos compañeros, todo mientras su mano derecha empuñaba una kunai y la acercaba peligrosamente al cuello del derrotado.
—Qué dicen: ¿le rajamos el cuello?