19/04/2016, 20:40
(Última modificación: 19/04/2016, 22:24 por Aotsuki Ayame.)
Sólo quedaba un día para la tan ansiada final del Torneo de los Dojos, y Ayame no podía estar más nerviosa.
Había entrenado día sí y día también nada más había terminado su combate en las semifinales contra Juro. Su tío siguió desempeñando su papel como instructor de las técnicas Hōzuki, pero además de eso Ayame le pidió ayuda a su padre y a su hermano. Y ambos habían accedido de muy bien grado. Habían sido unos días agotadores, y en más de una ocasión volvió a fallarle la concentración al ponerse a pensar en todo el tema de los Hōzuki que querían apoderarse de ella y, sobre todo, del tema de la nueva (si es que podía llamarla así) Yui. Sin embargo, en aquella ocasión no se había rendido y había perseverado hasta el final. Había conseguido dominar algunas técnicas nuevas y se había hecho con algunos consejos de combate.
Por una parte era un alivio que por fin terminara todo aquello, pero por otra estaba terriblemente asustada. Después de haber logrado llegar tan lejos, tenía muchísimo miedo de tropezar en el último momento. Después de todo lo que había pasado con su familia en las últimas semanas, le aterrorizaba la sola idea de decepcionarlos en el último instante.
—Maldita sea, yo debería estar entrenando... No perdiendo el tiempo —murmuró, fastidiada, y le pegó una patada a una piedra que había osado interponerse en su camino.
Zetsuo debió haber percibido su súbito pánico, porque aquella mañana se negó a entrenarla. Kōri también se negó en rotundo, incluso cuando Ayame se humilló hasta el punto de arrodillarse frente a él para rogarle que le dejara entrenar con él aquella mañana. Por si fuera poco, su tío estaba aquel día desaparecido.
Literalmente, la habían mandado a paseo.
Y por eso vagó y vagó, sin saber muy bien dónde dirigirse o qué hacer. Casi de manera inconsciente, el repetitivo eco lejano del sonido de unos golpes la condujo hasta una pequeña plaza de piedra. Allí, un chico de cabellos oscuros vestido con ropajes grisáceos se empeñaba una y otra vez contra una placa de madera y el rostro de Ayame se iluminó con una radiante sonrisa al reconocerle.
Patada. Puñetazo. Otro puñetazo. La madera protestaba crujiendo bajo cada nuevo golpe.
La última vez que le había visto estaba postrado en una cama, con graves quemaduras sufridas durante su combate contra Nabi.
«La última vez que le vi...» La sonrisa se congeló en su rostro. «Me despedí de él...»
Alguien la agarró súbitamente del hombro, y Ayame se giró alarmada. Tres hombres se alzaban ante ella, intimidantes, amenazadores. Ocultaban sus ojos bajo gafas de sol, pero lucían sus sonrisas de hiena como navajas desenfundadas.
—Tú eresss Aotsuki Ayame, ¿no esss asssí? —dijo el de la derecha, con un extraño acento sibilante que le hacía aún más escalofriante. Era increíblemente alto y escuálido y llevaba el pelo rapado en una cresta corta y rubia.
—S... sí, ¿por qué?
—¿Esssta canija? ¿En ssserio?
—¡Os lo dije! —intervino el de la izquierda, mucho más bajito y rechoncho que los otros dos.
—¡Callate, imbécil! Vamos a hacer esto rápido y limpio —El del centro parecía actuar como el líder del grupillo. Su estatura se encontraba en un punto intermedio entre los otros dos, pero su musculatura parecía la de un auténtico toro bravío y una infinidad de tatuajes cubría su piel desde la cabeza a los pies. Volvió su gesto hacia Ayame, y esta se estremeció cuando se quitó las gafas de sol y la miró con su único ojo—. Pónnoslo fácil, enana. Ríndete antes del torneo y todos tendremos nuestro final feliz.
—C... ¿Cómo? —balbuceó, incapaz de comprender las intenciones de aquellos hombres.
El hombretón estalló en sonoras carcajadas. Y estas se propagaron rápidamente entre sus dos compañeros. Fue a agarrarla del brazo, pero Ayame saltó como una gacela para ponerse lejos de su alcance. El matón suspiró, aún riéndose entre dientes.
—Vaaaaamos. No vas a hacer que perdamos nuestra apuesta, ¿verdad? ¡¿VERDAD?!
Ayame reparó entonces en uno de los tatuajes que el hombre llevaba en uno de sus brazos. El símbolo de Uzushiogakure fusionado con un furioso torbellino. Fue entonces cuando todas las piezas encajaron.
Flexionó las rodillas para salir corriendo, pero el larguirucho entrelazó las manos en el sello de la serpiente. Nunca llegó a ver lo que había pasado, pero Ayame sintió que la presión del aire aumentaba drásticamente sobre ella como si la hubiesen cargado con una mochila de cientos de kilos. Sorprendida, ahogó una exclamación tratando de resistir la atracción de la gravedad que la invitaba a besar el suelo.
—¿¡Dónde creesss que vasss, maldita pulga de Amegakure!?
Había entrenado día sí y día también nada más había terminado su combate en las semifinales contra Juro. Su tío siguió desempeñando su papel como instructor de las técnicas Hōzuki, pero además de eso Ayame le pidió ayuda a su padre y a su hermano. Y ambos habían accedido de muy bien grado. Habían sido unos días agotadores, y en más de una ocasión volvió a fallarle la concentración al ponerse a pensar en todo el tema de los Hōzuki que querían apoderarse de ella y, sobre todo, del tema de la nueva (si es que podía llamarla así) Yui. Sin embargo, en aquella ocasión no se había rendido y había perseverado hasta el final. Había conseguido dominar algunas técnicas nuevas y se había hecho con algunos consejos de combate.
Por una parte era un alivio que por fin terminara todo aquello, pero por otra estaba terriblemente asustada. Después de haber logrado llegar tan lejos, tenía muchísimo miedo de tropezar en el último momento. Después de todo lo que había pasado con su familia en las últimas semanas, le aterrorizaba la sola idea de decepcionarlos en el último instante.
—Maldita sea, yo debería estar entrenando... No perdiendo el tiempo —murmuró, fastidiada, y le pegó una patada a una piedra que había osado interponerse en su camino.
Zetsuo debió haber percibido su súbito pánico, porque aquella mañana se negó a entrenarla. Kōri también se negó en rotundo, incluso cuando Ayame se humilló hasta el punto de arrodillarse frente a él para rogarle que le dejara entrenar con él aquella mañana. Por si fuera poco, su tío estaba aquel día desaparecido.
Literalmente, la habían mandado a paseo.
Y por eso vagó y vagó, sin saber muy bien dónde dirigirse o qué hacer. Casi de manera inconsciente, el repetitivo eco lejano del sonido de unos golpes la condujo hasta una pequeña plaza de piedra. Allí, un chico de cabellos oscuros vestido con ropajes grisáceos se empeñaba una y otra vez contra una placa de madera y el rostro de Ayame se iluminó con una radiante sonrisa al reconocerle.
Patada. Puñetazo. Otro puñetazo. La madera protestaba crujiendo bajo cada nuevo golpe.
La última vez que le había visto estaba postrado en una cama, con graves quemaduras sufridas durante su combate contra Nabi.
«La última vez que le vi...» La sonrisa se congeló en su rostro. «Me despedí de él...»
Alguien la agarró súbitamente del hombro, y Ayame se giró alarmada. Tres hombres se alzaban ante ella, intimidantes, amenazadores. Ocultaban sus ojos bajo gafas de sol, pero lucían sus sonrisas de hiena como navajas desenfundadas.
—Tú eresss Aotsuki Ayame, ¿no esss asssí? —dijo el de la derecha, con un extraño acento sibilante que le hacía aún más escalofriante. Era increíblemente alto y escuálido y llevaba el pelo rapado en una cresta corta y rubia.
—S... sí, ¿por qué?
—¿Esssta canija? ¿En ssserio?
—¡Os lo dije! —intervino el de la izquierda, mucho más bajito y rechoncho que los otros dos.
—¡Callate, imbécil! Vamos a hacer esto rápido y limpio —El del centro parecía actuar como el líder del grupillo. Su estatura se encontraba en un punto intermedio entre los otros dos, pero su musculatura parecía la de un auténtico toro bravío y una infinidad de tatuajes cubría su piel desde la cabeza a los pies. Volvió su gesto hacia Ayame, y esta se estremeció cuando se quitó las gafas de sol y la miró con su único ojo—. Pónnoslo fácil, enana. Ríndete antes del torneo y todos tendremos nuestro final feliz.
—C... ¿Cómo? —balbuceó, incapaz de comprender las intenciones de aquellos hombres.
El hombretón estalló en sonoras carcajadas. Y estas se propagaron rápidamente entre sus dos compañeros. Fue a agarrarla del brazo, pero Ayame saltó como una gacela para ponerse lejos de su alcance. El matón suspiró, aún riéndose entre dientes.
—Vaaaaamos. No vas a hacer que perdamos nuestra apuesta, ¿verdad? ¡¿VERDAD?!
Ayame reparó entonces en uno de los tatuajes que el hombre llevaba en uno de sus brazos. El símbolo de Uzushiogakure fusionado con un furioso torbellino. Fue entonces cuando todas las piezas encajaron.
Flexionó las rodillas para salir corriendo, pero el larguirucho entrelazó las manos en el sello de la serpiente. Nunca llegó a ver lo que había pasado, pero Ayame sintió que la presión del aire aumentaba drásticamente sobre ella como si la hubiesen cargado con una mochila de cientos de kilos. Sorprendida, ahogó una exclamación tratando de resistir la atracción de la gravedad que la invitaba a besar el suelo.
—¿¡Dónde creesss que vasss, maldita pulga de Amegakure!?