24/04/2016, 22:48
Mōhebi había dejado de sonreír. Lamáscara que había exhibido hasta el momento, burlesca y cruel, se había hecho añicos. Ahora sólo el terror se reflejaba en sus labios temblorosos, en la tensión de sus pómulos y en sus ojos abiertos de par en par. No comprendía qué estaba pasando. No comprendía por qué Ayame no se derrumbaba de nuevo bajo el peso de su técnica de viento. Y ella era capaz de verlo. Era capaz de sentir ese miedo haciéndole cosquillas en la nariz. No apartó en ningún momento sus ojos aguamarina bañados en sangre de los estrechos del hombre que siseaba. Estaba terriblemente furiosa y un ronco gruñido brotaba desde lo más profundo de su pecho, mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad decidiendo qué debía hacer con él.
—P... P... Piedad... Por favor... Y... Yo ssssolo... —suplicaba, con un hilo de voz.
Y cuando Ayame tensó los músculos para moverse de nuevo, Mōhebi ahogó una aguda exclamación cargada de terror.
Un peculiar silbido en el aire alertó todos los sentidos agudizados de Ayame, quien giró la cabeza a tiempo de ver dos proyectiles que volaban como golondrinas hacia la posición de Mōhebi. Pero él estaba demasiado impactado ante el cambio súbito producido en la supuesta inofensiva Ayame y la pérdida de dos de sus compinches y no fue capaz de ver venir los colmillos de la muerte hasta que se clavaron en su cuello. El hombre emitió una última exclamación de sorpresa y dolor, antes de que su cuerpo inerte se desplomara de lo alto del muro y terminara junto a los otros dos cuerpos.
Ayame se había quedado inmóvil, contemplando la escena que se extendía más allá como si fuera producto de un sueño. Como si hubiesen apagado una especie de calefactor, el aire dejó de hervir a su alrededor y el calor se disipó en cuestión de minutos hasta regresar a la temperatura agradable propia de la primavera. Una repentina sensación de ahogo la llevó a llevarse la mano al pecho e inspirar y espirar profundamente varias veces entre angustiados tosidos. Cuando alzó la cabeza, sus ojos habían vuelto a su color avellana habitual y no había rastro de las ojeras carmesíes que había lucido minutos atrás.
—E... están... ¿muertos...? —susurró, con un hilo de voz, y trató de contener los temblores de su cuerpo agarrándose las manos.
Toda la descarga de valentía y coraje se había esfumado repentinamente. La feroz adrenalina ya no corría por sus venas y la demente sed de sangre se había evaporado en el vacío. Volvía a ser ella misma. Y volvía a estar tan, o quizás más aterrorizada que al principio de toda aquella locura.
¿Acaso se estaba volviendo loca?
—P... P... Piedad... Por favor... Y... Yo ssssolo... —suplicaba, con un hilo de voz.
Y cuando Ayame tensó los músculos para moverse de nuevo, Mōhebi ahogó una aguda exclamación cargada de terror.
Un peculiar silbido en el aire alertó todos los sentidos agudizados de Ayame, quien giró la cabeza a tiempo de ver dos proyectiles que volaban como golondrinas hacia la posición de Mōhebi. Pero él estaba demasiado impactado ante el cambio súbito producido en la supuesta inofensiva Ayame y la pérdida de dos de sus compinches y no fue capaz de ver venir los colmillos de la muerte hasta que se clavaron en su cuello. El hombre emitió una última exclamación de sorpresa y dolor, antes de que su cuerpo inerte se desplomara de lo alto del muro y terminara junto a los otros dos cuerpos.
Ayame se había quedado inmóvil, contemplando la escena que se extendía más allá como si fuera producto de un sueño. Como si hubiesen apagado una especie de calefactor, el aire dejó de hervir a su alrededor y el calor se disipó en cuestión de minutos hasta regresar a la temperatura agradable propia de la primavera. Una repentina sensación de ahogo la llevó a llevarse la mano al pecho e inspirar y espirar profundamente varias veces entre angustiados tosidos. Cuando alzó la cabeza, sus ojos habían vuelto a su color avellana habitual y no había rastro de las ojeras carmesíes que había lucido minutos atrás.
—E... están... ¿muertos...? —susurró, con un hilo de voz, y trató de contener los temblores de su cuerpo agarrándose las manos.
Toda la descarga de valentía y coraje se había esfumado repentinamente. La feroz adrenalina ya no corría por sus venas y la demente sed de sangre se había evaporado en el vacío. Volvía a ser ella misma. Y volvía a estar tan, o quizás más aterrorizada que al principio de toda aquella locura.
¿Acaso se estaba volviendo loca?