5/05/2016, 10:44
Ayame pegó un sonoro y profundo bostezo que le obligó a llevarse la mano libre a la boca y después se frotó los ojos con un profundo suspiro, en un vano intento por despejarse. Odiaba madrugar, y se había visto obligada hacerlo después de que su padre insistiera en que acudiera a los médicos de los dojos para asegurarse de que estaba en perfectas condiciones después de su combate contra Juro. Ella se había negado mil y una veces, ¡se encontraba perfectamente! Pero al final su progenitor ganó la batalla al amenazarla con no entrenarla para la final si no hacía lo que le había ordenado.
—Mira que le dije que estaba perfectamente... —refunfuñó, por enésima vez, en su camino de vuelta hacia El Patito Frito. Una leve contusión en el torso que se curaría con una pomada antiinflamatoria en un par de días y la habían mandado para casa de nuevo.
¡Para eso la había hecho ir!
Y no sabía qué le fastidiaba más, si el hecho de que la hubiesen obligado a ir a un sitio que odiaba tanto o que había tenido que madrugar como pocas veces lo había hecho.
Tantas semanas en los Dojos del Combatiente, con tantos combates seguidos y tantos ajetreos, comenzaban a pasarle factura. El tiempo que la administración dejaba entre ronda y ronda era más que suficiente para que los aspirantes pudieran reponerse de sus heridas, pero si alguien se pensaba que utilizaban ese tiempo para descansar estaba muy equivocado. O al menos en el caso de Ayame, que día sí, día también se sometía a las arduas sesiones de entrenamiento de su tío, y ahora de su padre y su hermano mayor. A todo esto se sumaban los múltiples ajetreos que cada día parecían multiplicarse como ratas y que carcomían la escasa resistencia que le quedaba: el intento de secuestro de los Hōzuki, el intento de asesinato de Yui, la revelación de la identidad de la verdadera Arashikage, la confesión de la líder de Amegakure sobre la masacre de Kusagakure llevada a cabo por su sustituta mediante su utilización, la declaración de guerra de los samurai...
¿Qué demonios le pasaba al mundo?
Cuando Ayame quiso darse cuenta, sus pasos la habían guiado de manera inconsciente siguiendo el delicioso aroma de un hornillo hasta un local regentado por una abuelita y sus nietos. El olor le despertó el hambre, y entonces reparó en que ni siquiera había desayunado.
—¿Quieres algo, dulzura? —preguntó la viejita, con la voz trémula y cálida.
Fue incapaz de resistirlo. Se acercó.
—¡Sí! Esto... —Titubeó, mientras sus ojos recorrían ansiosos las vidrieras de los múltiples productos que se exhibían en las vitrinas del local—. ¿Podrías ponerme un par de empanadillas de atún, por favor?
—Enseguida, cielo —sonrió, afable.
—Mira que le dije que estaba perfectamente... —refunfuñó, por enésima vez, en su camino de vuelta hacia El Patito Frito. Una leve contusión en el torso que se curaría con una pomada antiinflamatoria en un par de días y la habían mandado para casa de nuevo.
¡Para eso la había hecho ir!
Y no sabía qué le fastidiaba más, si el hecho de que la hubiesen obligado a ir a un sitio que odiaba tanto o que había tenido que madrugar como pocas veces lo había hecho.
Tantas semanas en los Dojos del Combatiente, con tantos combates seguidos y tantos ajetreos, comenzaban a pasarle factura. El tiempo que la administración dejaba entre ronda y ronda era más que suficiente para que los aspirantes pudieran reponerse de sus heridas, pero si alguien se pensaba que utilizaban ese tiempo para descansar estaba muy equivocado. O al menos en el caso de Ayame, que día sí, día también se sometía a las arduas sesiones de entrenamiento de su tío, y ahora de su padre y su hermano mayor. A todo esto se sumaban los múltiples ajetreos que cada día parecían multiplicarse como ratas y que carcomían la escasa resistencia que le quedaba: el intento de secuestro de los Hōzuki, el intento de asesinato de Yui, la revelación de la identidad de la verdadera Arashikage, la confesión de la líder de Amegakure sobre la masacre de Kusagakure llevada a cabo por su sustituta mediante su utilización, la declaración de guerra de los samurai...
¿Qué demonios le pasaba al mundo?
Cuando Ayame quiso darse cuenta, sus pasos la habían guiado de manera inconsciente siguiendo el delicioso aroma de un hornillo hasta un local regentado por una abuelita y sus nietos. El olor le despertó el hambre, y entonces reparó en que ni siquiera había desayunado.
—¿Quieres algo, dulzura? —preguntó la viejita, con la voz trémula y cálida.
Fue incapaz de resistirlo. Se acercó.
—¡Sí! Esto... —Titubeó, mientras sus ojos recorrían ansiosos las vidrieras de los múltiples productos que se exhibían en las vitrinas del local—. ¿Podrías ponerme un par de empanadillas de atún, por favor?
—Enseguida, cielo —sonrió, afable.