8/06/2016, 20:30
(Última modificación: 8/06/2016, 20:30 por Uchiha Akame.)
Anzu arrugó la nariz y se llevó una mano a la nuca con gesto preocupado. «Han entrado seis tipos, si no me falla la vista... Y eso sin contar con los que vienen por ahí.» Claro, puede que todo fuese culpa de ella —en realidad, ¿no era más bien del poeta por ser de Uzushio?—, pero Anzu seguía siendo una niña, y no era ignorante de las consecuencias que su jugarreta había desencadenado. La multitud estaba furiosa, y ya unos cuantos hombres habían empujado a un lado a su precario guardia —Mogura— para desatar toda su ira patria sobre el poeta. Pero es que, además, al echar la vista atrás, hacia la plaza, Anzu pudo comprobar que era una auténtica muchedumbre la que se acercaba.
—Ay mi madre...
Tenía que largarse de allí, y rápido. «Pero no voy a irme sin mis camaradas.» Haciendo acopio de determinación, agarró al shinobi de Amegakure por el brazo y fue en busca de Len.
—¡Vamos, Mogura-san, estos tíos están muy locos! No podemos abandonar a Len-san a su suerte.
Intentando parecer más valiente de lo que se sentía en ese momento, Anzu arrastró a su compañero dentro de la zona exclusiva para participantes. No le costó encontrar al poeta, porque en ese momento...
—¡Ahí está el muy maldito! —vociferó el uzureño del pelo rubio y las playeras, el primero en romper la exclusividad de aquella zona—. ¡Te voy a enseñar un par de cosas sobre burlarte de tu país, malnacido!
El poeta abrió los ojos de tal forma que por un momento creyó que se le iban a caer al suelo. Incrédulo, observó como media docena de hombres le rodeaban con los rostros desencajados de la ira. Incapaz de reaccionar, ni siquiera se dio cuenta de que Lena seguía allí, lo que parecía una mayor ofensa —si cabe— para los furiosos uzureños.
—¡Y encima está aquí tan tranquilo, el cabrón, dispuesto a encamarse con una fulana después de haber humillado a la gloriosa Uzushiogakure!—gritó otro de los iracundos.
El tipo rubio con la camisa del emblema del Remolino se acercó a Len y, tomándolo del brazo, lo apartó con fuerza.
—Vete a calentarle la cama a otro, furcia, ¡este va a tener que sorber el ramen con una pajita cuando haya terminado con él! —amenazó el rubio, con cara de pocos amigos.
—¡Eso, lárgate, pelandrusca! —secundó otro, con el puño cerrado y en alto.
Anzu lo vio todo desde una distancia segura, sin separarse de su colega Mogura. Suspiró aliviada cuando vio que los ofendidos iban a contentarse con linchar al poeta, dejando fuera de la ecuación a Len. Trató de hacerle señas a su travestido camarada, instándole a que se largase de allí ipso facto.
Los uzureños, ajenos a todo lo demás, estrecharon el cerco alrededor del poeta. Uno de ellos, el que había llamado 'pelandrusca' a Len, arrancó una pata de una silla de madera cercana y la blandió con fiereza. No era tan alto como el rubio de la camisa, pero sí más ancho.
—Te vas a acordar de esto, ¡graciosete! —rugió, y como si fuese el pistoletazo de salida, todos se abalanzaron sobre el poeta.
Lo que aconteció en los minutos siguientes fue algo de lo que Anzu nunca se sintió orgullosa. Aquellos hombres, más duros, numerosos y —sobretodo— cabreados que el poeta, empezaron a molerlo a palos con una saña brutal. Desde donde los jóvenes gennin se encontraban no se podían apreciar lo que ocurría, aparte de una amalgama de patadas, puñetazos y palazos que caían sin cesar sobre el literato. Éste gritaba de dolor con cada golpe, y pedía clemencia, pero los agresores estaban fuera de sí mismos.
—Creo... que deberíamos irnos... mientras podamos...
—Ay mi madre...
Tenía que largarse de allí, y rápido. «Pero no voy a irme sin mis camaradas.» Haciendo acopio de determinación, agarró al shinobi de Amegakure por el brazo y fue en busca de Len.
—¡Vamos, Mogura-san, estos tíos están muy locos! No podemos abandonar a Len-san a su suerte.
Intentando parecer más valiente de lo que se sentía en ese momento, Anzu arrastró a su compañero dentro de la zona exclusiva para participantes. No le costó encontrar al poeta, porque en ese momento...
—¡Ahí está el muy maldito! —vociferó el uzureño del pelo rubio y las playeras, el primero en romper la exclusividad de aquella zona—. ¡Te voy a enseñar un par de cosas sobre burlarte de tu país, malnacido!
El poeta abrió los ojos de tal forma que por un momento creyó que se le iban a caer al suelo. Incrédulo, observó como media docena de hombres le rodeaban con los rostros desencajados de la ira. Incapaz de reaccionar, ni siquiera se dio cuenta de que Lena seguía allí, lo que parecía una mayor ofensa —si cabe— para los furiosos uzureños.
—¡Y encima está aquí tan tranquilo, el cabrón, dispuesto a encamarse con una fulana después de haber humillado a la gloriosa Uzushiogakure!—gritó otro de los iracundos.
El tipo rubio con la camisa del emblema del Remolino se acercó a Len y, tomándolo del brazo, lo apartó con fuerza.
—Vete a calentarle la cama a otro, furcia, ¡este va a tener que sorber el ramen con una pajita cuando haya terminado con él! —amenazó el rubio, con cara de pocos amigos.
—¡Eso, lárgate, pelandrusca! —secundó otro, con el puño cerrado y en alto.
Anzu lo vio todo desde una distancia segura, sin separarse de su colega Mogura. Suspiró aliviada cuando vio que los ofendidos iban a contentarse con linchar al poeta, dejando fuera de la ecuación a Len. Trató de hacerle señas a su travestido camarada, instándole a que se largase de allí ipso facto.
Los uzureños, ajenos a todo lo demás, estrecharon el cerco alrededor del poeta. Uno de ellos, el que había llamado 'pelandrusca' a Len, arrancó una pata de una silla de madera cercana y la blandió con fiereza. No era tan alto como el rubio de la camisa, pero sí más ancho.
—Te vas a acordar de esto, ¡graciosete! —rugió, y como si fuese el pistoletazo de salida, todos se abalanzaron sobre el poeta.
Lo que aconteció en los minutos siguientes fue algo de lo que Anzu nunca se sintió orgullosa. Aquellos hombres, más duros, numerosos y —sobretodo— cabreados que el poeta, empezaron a molerlo a palos con una saña brutal. Desde donde los jóvenes gennin se encontraban no se podían apreciar lo que ocurría, aparte de una amalgama de patadas, puñetazos y palazos que caían sin cesar sobre el literato. Éste gritaba de dolor con cada golpe, y pedía clemencia, pero los agresores estaban fuera de sí mismos.
—Creo... que deberíamos irnos... mientras podamos...