27/06/2016, 16:56
Las palabras de Len hicieron más mella en su cabeza de la que Anzu jamás reconocería. Mientras veía, embelesada, como el poeta de Uzushio recibía la paliza de su vida, sus dos colegas de profesión manifestaban opiniones diametralmente opuestas respecto al modo de proceder. Por un lado el improvisado travelo defendía que, dado que aquella golpiza era resultado de su plan, debían parar a los nacionalistas. Por otro, Mogura era más prudente y sugería una retirada a tiempo. Ninguno de los dos parecía querer tomar la iniciativa, y dejaban con sus propuestas, que la decisión recayese en Anzu.
Ella estaba paralizada. ¿Debía hacer algo? ¿No se lo había buscado aquel tipo, con sus aires de grandeza, su mirada por encima del hombro, sus sonrisas soberbias? «Esto... ¿Es desproporcionado?» Esa era la cuestión, y mucho se temía Anzu que no era capaz de resolverla. No, al menos, in situ y con la rapidez necesaria. De modo que, sin decir palabra, se dio media vuelta y salió del recinto.
Fuera todavía atronaba la multitud enfurecida, y la Yotsuki sintió cierto alivio al ver a varios guardias vistiendo armaduras y con espadas en el cinturón. Quizá ellos podrían poner orden en la auténtica hecatombe que tres simples gennin acababan de desatar sobre los Dojos. La kunoichi siguió caminando, con la cabeza baja, la mirada perdida y sin saber exactamente cómo sentirse. Ni siquiera reparó en si sus compañeros la seguían o no; estaba absorta en la pelea moral que dos furiosas bestias libraban dentro de su cabeza.
Ella estaba paralizada. ¿Debía hacer algo? ¿No se lo había buscado aquel tipo, con sus aires de grandeza, su mirada por encima del hombro, sus sonrisas soberbias? «Esto... ¿Es desproporcionado?» Esa era la cuestión, y mucho se temía Anzu que no era capaz de resolverla. No, al menos, in situ y con la rapidez necesaria. De modo que, sin decir palabra, se dio media vuelta y salió del recinto.
Fuera todavía atronaba la multitud enfurecida, y la Yotsuki sintió cierto alivio al ver a varios guardias vistiendo armaduras y con espadas en el cinturón. Quizá ellos podrían poner orden en la auténtica hecatombe que tres simples gennin acababan de desatar sobre los Dojos. La kunoichi siguió caminando, con la cabeza baja, la mirada perdida y sin saber exactamente cómo sentirse. Ni siquiera reparó en si sus compañeros la seguían o no; estaba absorta en la pelea moral que dos furiosas bestias libraban dentro de su cabeza.