22/07/2016, 15:58
(Última modificación: 22/07/2016, 15:59 por Aotsuki Ayame.)
Ayame se encogió sobre sí misma, acongojada ante los bruscos gritos del hombre encargado del recinto de los pandas. Y ni siquiera le dio tiempo a pensar una respuesta cuando una carcajada resonó tras su espalda. Extrañada, se dio la vuelta y entonces se encontró con una alguien que, apoyada sobre el poste que anunciaba los paseos en panda, tenía los ojos clavados en ella.
«¿Se está riendo de mí?» Se preguntó, torciendo ligeramente el gesto.
Si le hubiesen preguntado, no podría haber asegurado si era una mujer o un hombre. Aparentaba tener una edad similar a la suya, pero indudablemente era más alta y, a juzgar por los marcados músculos de su cuerpo, también más fuerte. Su piel oscura contrastaba con sus cabellos, tan claros que casi parecían blancos y rapados en un lateral de su cabeza.
—¡Hay que joderse! Aotsuki Ayame, en carne y hueso.
Su voz había sonado indudablemente femenina, aunque algo más áspera de lo habitual, aunque aquella exclamación había conseguido que Ayame se olvidara de golpe de sus dudas.
—Nos... ¿conocemos? —preguntó, entrecerrando los ojos y ladeando ligeramente la cabeza. ¿Era posible que su mala memoria hubiese superado su propio récord?
En su exhaustivo estudio, reparó en que llevaba una bandana atada en torno a su brazo izquierdo y que iba tan armada como ella misma.
«¡Una kunoichi de Takigakure!» Pero aquel descubrimiento no le decía absolutamente nada, y de entre sus recuerdos no conseguía rescatar el característico rostro de aquella chica que ahora se acercaba a ella sin apartar sus penetrantes ojos acerados de los suyos como si quisiera atravesarlos. «¿Por qué me mira así?» Intimidada, fue ella la primera en romper el contacto visual y sus ojos fueron a parar en la ingente cantidad de tatuajes y cicatrices que recorrían su piel como un mapa topográfico. Lo que más le llamó la atención fue el dibujo que llevaba grabado en el brazo derecho y que representaba a una mujer-gato envuelta en llamas.
—Soy Anzu. Kajiya Anzu, de Takigakure no Sato—sonrió, y la cicatriz que le cruzaba la parte inferior del rostro bailó de manera macabra. Le ofreció una mano, y tras un primer sobresalto al ver que estaba cubierta de horribles quemaduras, se la estrechó con cierto cuidado. Pero incluso en aquel breve contacto físico, Ayame comprobó que no se había equivocado. Anzu era fuerte. Debía serlo, estando tan marcada como estaba. «Las mejores espadas se forjan en las llamas del infierno», le había dicho alguien hacía tiempo. Y sólo entonces comprobó el significado de aquellas palabras—. ¿Qué te trae por aquí, compañera?
Ayame se reajustó la bandana sobre su frente.
—Tareas de oficio, ya sabes —respondió, aunque se sonrojó ligeramente al recordar que nada tenía que ver con el espectáculo que había levantado al intentar tocar uno de los pandas.
Y hablando de los pandas...
—¿Por qué no vais a hablar de vuestras cosas a otra parte? ¡Estáis estorbando! —gruñó el exaltado cuidador del rancho, y Ayame dejó escapar un pesado suspiro.
—Lo siento... lo siento... —murmuró, cabizbaja, antes de apartarse a un lugar más calmado—. Jolines, qué genio... Bueno, ¿y qué hay de ti? ¿Qué haces por aquí? —preguntó, volviendo la cabeza hacia la kunoichi.
Durante un instante, no pudo evitar preguntarse si tendría que ver con aquellas terroríficas quemaduras que cubrían su mano derecha.
«¿Se está riendo de mí?» Se preguntó, torciendo ligeramente el gesto.
Si le hubiesen preguntado, no podría haber asegurado si era una mujer o un hombre. Aparentaba tener una edad similar a la suya, pero indudablemente era más alta y, a juzgar por los marcados músculos de su cuerpo, también más fuerte. Su piel oscura contrastaba con sus cabellos, tan claros que casi parecían blancos y rapados en un lateral de su cabeza.
—¡Hay que joderse! Aotsuki Ayame, en carne y hueso.
Su voz había sonado indudablemente femenina, aunque algo más áspera de lo habitual, aunque aquella exclamación había conseguido que Ayame se olvidara de golpe de sus dudas.
—Nos... ¿conocemos? —preguntó, entrecerrando los ojos y ladeando ligeramente la cabeza. ¿Era posible que su mala memoria hubiese superado su propio récord?
En su exhaustivo estudio, reparó en que llevaba una bandana atada en torno a su brazo izquierdo y que iba tan armada como ella misma.
«¡Una kunoichi de Takigakure!» Pero aquel descubrimiento no le decía absolutamente nada, y de entre sus recuerdos no conseguía rescatar el característico rostro de aquella chica que ahora se acercaba a ella sin apartar sus penetrantes ojos acerados de los suyos como si quisiera atravesarlos. «¿Por qué me mira así?» Intimidada, fue ella la primera en romper el contacto visual y sus ojos fueron a parar en la ingente cantidad de tatuajes y cicatrices que recorrían su piel como un mapa topográfico. Lo que más le llamó la atención fue el dibujo que llevaba grabado en el brazo derecho y que representaba a una mujer-gato envuelta en llamas.
—Soy Anzu. Kajiya Anzu, de Takigakure no Sato—sonrió, y la cicatriz que le cruzaba la parte inferior del rostro bailó de manera macabra. Le ofreció una mano, y tras un primer sobresalto al ver que estaba cubierta de horribles quemaduras, se la estrechó con cierto cuidado. Pero incluso en aquel breve contacto físico, Ayame comprobó que no se había equivocado. Anzu era fuerte. Debía serlo, estando tan marcada como estaba. «Las mejores espadas se forjan en las llamas del infierno», le había dicho alguien hacía tiempo. Y sólo entonces comprobó el significado de aquellas palabras—. ¿Qué te trae por aquí, compañera?
Ayame se reajustó la bandana sobre su frente.
—Tareas de oficio, ya sabes —respondió, aunque se sonrojó ligeramente al recordar que nada tenía que ver con el espectáculo que había levantado al intentar tocar uno de los pandas.
Y hablando de los pandas...
—¿Por qué no vais a hablar de vuestras cosas a otra parte? ¡Estáis estorbando! —gruñó el exaltado cuidador del rancho, y Ayame dejó escapar un pesado suspiro.
—Lo siento... lo siento... —murmuró, cabizbaja, antes de apartarse a un lugar más calmado—. Jolines, qué genio... Bueno, ¿y qué hay de ti? ¿Qué haces por aquí? —preguntó, volviendo la cabeza hacia la kunoichi.
Durante un instante, no pudo evitar preguntarse si tendría que ver con aquellas terroríficas quemaduras que cubrían su mano derecha.