26/07/2016, 23:15
Pero la actitud de Anzu prendía a cada segundo que pasaba. La chispa se estaba transformando en una incontrolable tormenta, y Ayame estaba aterrorizada de no saber cómo iba a terminar todo aquello.
—¿Protegerte? ¿De los extranjeros? ¿De ella? —escupió la de Takigakure, señalando a Ayame; y la aludida volvió a encogerse—. Yo soy kunoichi de Takigakure no Sato. Protejo a los débiles frente a quienes intentan aprovecharse de ellos. Ese es mi deber.
«Yo sólo quería pasar un buen rato viendo a los pandas... ¿Por qué ha tenido que pasar esto?» Gimió para sí. Durante un instante se sorprendió a sí misma rogándole a Ame no Kami que aquello no fuera más que un mal sueño.
Pero ya sabía de sobra que tenía los pies bien puestos en el mundo real.
Y mientras la multitud seguía congregándose en torno a ellas, Anzu volvió a clavar sus ojos sobre el hombre. Por la tensión de su cuerpo, parecía que en cualquier momento iba a saltar sobre él para arrancarle el cuello de un bocado.
—¿Vuestros pandas? Hay que joderse... ¿Qué autoridad tienes tú, o nadie aquí, para apropiarse de un animal salvaje? ¿Acaso les habéis dado elección?
—Señoritas, deben irse de aquí ya mismo —una nueva voz entró en escena, y cuando Ayame se giró en su dirección no pudo evitar maldecir su maldita suerte.
Habían captado la atención de los guardias. Y el que se había dirigido a ellas parecía ser el que comandaba un grupo de cuatro. Todos ellos iban armados con lanzas, pero a Ayame no se le escapó que alguno de ellos también portaban fundas atadas al costado. Seguramente, dagas. Pese a la relativa calma de la voz del comandante, aquellos ojos acerados clavados sobre ellas tan solo reflejaban una iracunda serenidad que le ponía los pelos de punta.
—¡Mejor que se vayan del pueblo! —saltó una mujer, desde el público.
—¡Eso, eso!
Los gritos cayeron sobre ellas como una lluvia de guijarros. Por el rabillo del ojo, Ayame vio a un chiquillo abrazándose al cuello de uno de los pandas sobre el que estaba montado. Y no pudo soportarlo por más tiempo. Cerró los ojos, sacudió la cabeza y echó a correr.
En aquel momento se había olvidado de Anzu y ni siquiera sabía bien hacia dónde se dirigía. Tan sólo quería alejarse de los gritos, alejarse de aquel cercado, alejarse de aquella feria dedicada a los pandas y alejarse del mundo en general. Se llevó más de un golpe en el camino, aunque la mayoría de ellos eran mayormente debidos a los empujones que daba en su alocada carrera que porque la atacaran a ella específicamente...
—¿Protegerte? ¿De los extranjeros? ¿De ella? —escupió la de Takigakure, señalando a Ayame; y la aludida volvió a encogerse—. Yo soy kunoichi de Takigakure no Sato. Protejo a los débiles frente a quienes intentan aprovecharse de ellos. Ese es mi deber.
«Yo sólo quería pasar un buen rato viendo a los pandas... ¿Por qué ha tenido que pasar esto?» Gimió para sí. Durante un instante se sorprendió a sí misma rogándole a Ame no Kami que aquello no fuera más que un mal sueño.
Pero ya sabía de sobra que tenía los pies bien puestos en el mundo real.
Y mientras la multitud seguía congregándose en torno a ellas, Anzu volvió a clavar sus ojos sobre el hombre. Por la tensión de su cuerpo, parecía que en cualquier momento iba a saltar sobre él para arrancarle el cuello de un bocado.
—¿Vuestros pandas? Hay que joderse... ¿Qué autoridad tienes tú, o nadie aquí, para apropiarse de un animal salvaje? ¿Acaso les habéis dado elección?
—Señoritas, deben irse de aquí ya mismo —una nueva voz entró en escena, y cuando Ayame se giró en su dirección no pudo evitar maldecir su maldita suerte.
Habían captado la atención de los guardias. Y el que se había dirigido a ellas parecía ser el que comandaba un grupo de cuatro. Todos ellos iban armados con lanzas, pero a Ayame no se le escapó que alguno de ellos también portaban fundas atadas al costado. Seguramente, dagas. Pese a la relativa calma de la voz del comandante, aquellos ojos acerados clavados sobre ellas tan solo reflejaban una iracunda serenidad que le ponía los pelos de punta.
—¡Mejor que se vayan del pueblo! —saltó una mujer, desde el público.
—¡Eso, eso!
Los gritos cayeron sobre ellas como una lluvia de guijarros. Por el rabillo del ojo, Ayame vio a un chiquillo abrazándose al cuello de uno de los pandas sobre el que estaba montado. Y no pudo soportarlo por más tiempo. Cerró los ojos, sacudió la cabeza y echó a correr.
En aquel momento se había olvidado de Anzu y ni siquiera sabía bien hacia dónde se dirigía. Tan sólo quería alejarse de los gritos, alejarse de aquel cercado, alejarse de aquella feria dedicada a los pandas y alejarse del mundo en general. Se llevó más de un golpe en el camino, aunque la mayoría de ellos eran mayormente debidos a los empujones que daba en su alocada carrera que porque la atacaran a ella específicamente...