27/07/2016, 17:07
El ambiente se caldeó con una rapidez insólita. Quizá la kunoichi de Taki debiera haber previsto que, en vista de la evidente adoración que profesaban aquella gente por los pandas —«¿por los pandas? más bien por el dinero que ganan gracias a los pandas»—, el asunto podía descontrolarse con rapidez.
La verdad era que le daba exactamente igual. Se sentía poderosa, mucho más que cualquier paleto pueblerino, y lo más importante; sentía que tenía entre sus manos una causa justa por la que luchar. Por eso mismo cuando Ayame salió a correr, cabeza gacha, no pudo evitar sentir un profundo desprecio hacia ella —incluso aunque sabía que era una jinchuuriki y, por tanto, era una figura casi sagrada—. «¡Menuda cobarde! ¿Se asusta ante cuatro catetos gritones? Por todos los dioses de Oonindo...»
A su alrededor el populacho, embravecido por la presencia de los guardias que no parecía que fuesen a llevarles la contraria, empezó a gritar insultos y amenazas con más atrevimiento. Anzu lanzó una mirada asesina a un par de señoras que querían echarlas del pueblo. Tenía los puños apretados. En ese instante, quería darles una paliza a todos: al dueño de la atracción, a los paletos ignorantes que estaban de acuerdo con aquella explotación animal sólo porque así ganaban dinero, y a los guardias asépticos ante el sufrimiento de los pandas.
Pero no lo hizo.
—Claro, socio. Faltaría más —respondió al que parecía el sargento de aquella cuadrilla.
Sin media palabra echó a andar en dirección a donde había huído Ayame para intentar encontrar a la jinchuuriki. Se esforzó por no prestar más atención a la gente que ahora la rodeaba, lanzándole insultos y amenazas a partes iguales. Anzu era una kunoichi de Takigakure; una Yotsuki. Las bravatas de gente desarmada no eran nada para ella.
La verdad era que le daba exactamente igual. Se sentía poderosa, mucho más que cualquier paleto pueblerino, y lo más importante; sentía que tenía entre sus manos una causa justa por la que luchar. Por eso mismo cuando Ayame salió a correr, cabeza gacha, no pudo evitar sentir un profundo desprecio hacia ella —incluso aunque sabía que era una jinchuuriki y, por tanto, era una figura casi sagrada—. «¡Menuda cobarde! ¿Se asusta ante cuatro catetos gritones? Por todos los dioses de Oonindo...»
A su alrededor el populacho, embravecido por la presencia de los guardias que no parecía que fuesen a llevarles la contraria, empezó a gritar insultos y amenazas con más atrevimiento. Anzu lanzó una mirada asesina a un par de señoras que querían echarlas del pueblo. Tenía los puños apretados. En ese instante, quería darles una paliza a todos: al dueño de la atracción, a los paletos ignorantes que estaban de acuerdo con aquella explotación animal sólo porque así ganaban dinero, y a los guardias asépticos ante el sufrimiento de los pandas.
Pero no lo hizo.
—Claro, socio. Faltaría más —respondió al que parecía el sargento de aquella cuadrilla.
Sin media palabra echó a andar en dirección a donde había huído Ayame para intentar encontrar a la jinchuuriki. Se esforzó por no prestar más atención a la gente que ahora la rodeaba, lanzándole insultos y amenazas a partes iguales. Anzu era una kunoichi de Takigakure; una Yotsuki. Las bravatas de gente desarmada no eran nada para ella.