4/08/2016, 22:49
(Última modificación: 4/08/2016, 22:49 por Aotsuki Ayame.)
Sus palabras no estaban siendo del agrado de Anzu. Saltaba a la vista cómo contraía los músculos de la cara en aquel gesto de desdén, en como la tensión se adueñaba de todo su cuerpo... Y lo evidente no tardó en manifestarse, y lo hizo con la fuerza de un trueno:
—¡Venga ya, socia!
«¿Socia?» Ayame no pudo evitar enarcar una ceja ante aquel denominativo.
—¿Me vas a decir que estos pobres animales están mejor sirviendo de carnaza para turistas que correteando por el bosque? ¿De verdad te crees toda esa mierda de publicidad?
Anzu señaló hacia los oseznos que seguían al anciano, quien había levantado la cabeza al escuchar los gritos de la kunoichi de Takigakure. Ayame abrió la boca para replicar, pero fue incapaz de hacerlo:
—Claro que están bien, no te jode. Pregúntales dentro de unos años, cuando sean lo bastante grandes como para cargar a veinte niños en la espalda cada día.
—Te acabo de decir que esta escena es muy diferente a la que hemos visto tú y yo en esa feria de mala muerte —replicó, haciendo acopio de toda su voluntad para mantenerse serena. Sin embargo, tenía ya los puños apretados contra las rodillas y sentía un intenso quemazón a la altura del pecho.
—¡Educar a estos catetos, lo que me faltaba por oír! —exclamó, con primitiva repulsión, clavando sus acerados ojos en Ayame. En aquella ocasión, ella no desvió la mirada—. ¿Y quién dice que planeo atacar a lo bruto? Justamente acabo de decir lo contrario.
» Oye, mira, yo no me voy de aquí hasta que les haya echado abajo el chiringuito a estos desalmados. Si quieres ayudarme, es el momento. Si no... —soltó una risa maliciosa—. Bueno, no todos los de la Lluvia podéis tener un par de pelotas.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ayame se incorporó de golpe y se colocó tan cerca de Anzu que esta sería capaz de escuchar su agitada respiración.
—¿¡Qué es lo que estás insinuando!? —bramó, con la ira recorriendo su piel como electricidad estática—. ¡Al menos yo no pertenezco a una aldea llena de fanfarrones faltos de honor!
Súbitamente, un par de manos tomaron de los hombros a Ayame y a Anzu y las separaron con brusquedad. Para su completa estupefacción, se trataba del anciano encargado del cuidado de los pandas. Y, a juzgar por la fuerza que había empleado, no era para nada tan enclenque como aparentaba. Ni rastro había del bastón de bambú con el que se había estado ayudando para caminar hasta el momento.
—¿Qué clase de modales son esos para unas señoritas como ustedes? —les riñó, y Ayame se obligó a sí misma a respirar hondo varias veces antes de bajar la mirada—. Este es un pueblo tranquilo, ¡así que si queréis pelearos marcharos fuera!
Soltó sus brazos, y se dio la vuelta para volver a sus quehaceres. Sin embargo, antes de hacerlo le dedicó una última mirada a Anzu.
—Y usted. Haga el favor de no colocar a todo Kuroshiro en el mismo saco que ese mafioso de Ōkuma. Estos pandas jamás serán montados por nadie, como ninguno fuera de esa feria del demonio lo será tampoco —gruñó, con una ponzoñosa rabia contenida en su voz—. Estos animales son el alma y el corazón del pueblo, y los cuidamos como si fueran nuestros hijos.
—¡Venga ya, socia!
«¿Socia?» Ayame no pudo evitar enarcar una ceja ante aquel denominativo.
—¿Me vas a decir que estos pobres animales están mejor sirviendo de carnaza para turistas que correteando por el bosque? ¿De verdad te crees toda esa mierda de publicidad?
Anzu señaló hacia los oseznos que seguían al anciano, quien había levantado la cabeza al escuchar los gritos de la kunoichi de Takigakure. Ayame abrió la boca para replicar, pero fue incapaz de hacerlo:
—Claro que están bien, no te jode. Pregúntales dentro de unos años, cuando sean lo bastante grandes como para cargar a veinte niños en la espalda cada día.
—Te acabo de decir que esta escena es muy diferente a la que hemos visto tú y yo en esa feria de mala muerte —replicó, haciendo acopio de toda su voluntad para mantenerse serena. Sin embargo, tenía ya los puños apretados contra las rodillas y sentía un intenso quemazón a la altura del pecho.
—¡Educar a estos catetos, lo que me faltaba por oír! —exclamó, con primitiva repulsión, clavando sus acerados ojos en Ayame. En aquella ocasión, ella no desvió la mirada—. ¿Y quién dice que planeo atacar a lo bruto? Justamente acabo de decir lo contrario.
» Oye, mira, yo no me voy de aquí hasta que les haya echado abajo el chiringuito a estos desalmados. Si quieres ayudarme, es el momento. Si no... —soltó una risa maliciosa—. Bueno, no todos los de la Lluvia podéis tener un par de pelotas.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ayame se incorporó de golpe y se colocó tan cerca de Anzu que esta sería capaz de escuchar su agitada respiración.
—¿¡Qué es lo que estás insinuando!? —bramó, con la ira recorriendo su piel como electricidad estática—. ¡Al menos yo no pertenezco a una aldea llena de fanfarrones faltos de honor!
Súbitamente, un par de manos tomaron de los hombros a Ayame y a Anzu y las separaron con brusquedad. Para su completa estupefacción, se trataba del anciano encargado del cuidado de los pandas. Y, a juzgar por la fuerza que había empleado, no era para nada tan enclenque como aparentaba. Ni rastro había del bastón de bambú con el que se había estado ayudando para caminar hasta el momento.
—¿Qué clase de modales son esos para unas señoritas como ustedes? —les riñó, y Ayame se obligó a sí misma a respirar hondo varias veces antes de bajar la mirada—. Este es un pueblo tranquilo, ¡así que si queréis pelearos marcharos fuera!
Soltó sus brazos, y se dio la vuelta para volver a sus quehaceres. Sin embargo, antes de hacerlo le dedicó una última mirada a Anzu.
—Y usted. Haga el favor de no colocar a todo Kuroshiro en el mismo saco que ese mafioso de Ōkuma. Estos pandas jamás serán montados por nadie, como ninguno fuera de esa feria del demonio lo será tampoco —gruñó, con una ponzoñosa rabia contenida en su voz—. Estos animales son el alma y el corazón del pueblo, y los cuidamos como si fueran nuestros hijos.