6/08/2016, 12:03
La Yotsuki curvó sus labios en una sonrisa parca cuando Ayame estalló por fin, roja de ira. «Parece que después de todo no tiene horchata en las venas». Anzu rió ante el comentario de la jinchuuriki, que la acusaba de pertenecer a "una Aldea de fanfarrones faltos de honor" —«como si se pudiera ser ninja y tener honor al mismo tiempo»—.
—Deja esas mierdas del honor para los samurái —replicó la de Takigakure, indiferente.
Si bien era cierto que Anzu tenía un férreo código en el que creía con convicción, éste distaba mucho de asemejarse a lo que se tenía entendido por 'honor' en Oonindo. Sin embargo, aunque el repentino estallido de Ayame le había resultado gracioso, también había tocado su fibra sensible —nadie se metía con Takigakure no Sato sin que a ella se le revolviesen las tripas—. Tuvo que recordarse otra vez que estaba ante una jinchuuriki, de modo que, por el momento, Anzu se limitó a apretar los puños con fuerza y soltar un bufido molesto.
De repente notó como alguien la aprisionaba por el hombro con la fuerza de una pinza hidráulica. Giró la mirada para buscar al causante y, para su sorpresa, encontró al anciano que había estado dando de comer a los pequeños pandas hacía tan sólo unos instantes. La mirada de Anzu, gris y brillante como un medallón de plata bruñida, se encontró con la del hombre.
—Y usted. Haga el favor de no colocar a todo Kuroshiro en el mismo saco que ese mafioso de Ōkuma. Estos pandas jamás serán montados por nadie, como ninguno fuera de esa feria del demonio lo será tampoco —gruñó el viejo, con una ponzoñosa rabia contenida en su voz—. Estos animales son el alma y el corazón del pueblo, y los cuidamos como si fueran nuestros hijos.
—Excepto porque no son vuestros hijos —replicó Anzu, estoica—. ¡Son animales salvajes! No necesitan que ningún humano los cuide, sino vivir libremente en el bosque. Por todos los dioses de Oonindo, ¿es que en este pueblo todos están locos?
De repente notó un calor viscoso en su mano derecha, aquella que tenía surcada de horribles quemaduras. Bajó la vista un momento y se dio cuenta de que se había hecho sangre de tanto apretar. Trató de relajarse, y entonces se dio cuenta de un pequeño detalle.
—Ookuma... ¿Quién es ese tal Ookuma? —«No podré salvar a todos los pandas, pero quizás si pueda hacer algo por los más desgraciados».
—Deja esas mierdas del honor para los samurái —replicó la de Takigakure, indiferente.
Si bien era cierto que Anzu tenía un férreo código en el que creía con convicción, éste distaba mucho de asemejarse a lo que se tenía entendido por 'honor' en Oonindo. Sin embargo, aunque el repentino estallido de Ayame le había resultado gracioso, también había tocado su fibra sensible —nadie se metía con Takigakure no Sato sin que a ella se le revolviesen las tripas—. Tuvo que recordarse otra vez que estaba ante una jinchuuriki, de modo que, por el momento, Anzu se limitó a apretar los puños con fuerza y soltar un bufido molesto.
De repente notó como alguien la aprisionaba por el hombro con la fuerza de una pinza hidráulica. Giró la mirada para buscar al causante y, para su sorpresa, encontró al anciano que había estado dando de comer a los pequeños pandas hacía tan sólo unos instantes. La mirada de Anzu, gris y brillante como un medallón de plata bruñida, se encontró con la del hombre.
—Y usted. Haga el favor de no colocar a todo Kuroshiro en el mismo saco que ese mafioso de Ōkuma. Estos pandas jamás serán montados por nadie, como ninguno fuera de esa feria del demonio lo será tampoco —gruñó el viejo, con una ponzoñosa rabia contenida en su voz—. Estos animales son el alma y el corazón del pueblo, y los cuidamos como si fueran nuestros hijos.
—Excepto porque no son vuestros hijos —replicó Anzu, estoica—. ¡Son animales salvajes! No necesitan que ningún humano los cuide, sino vivir libremente en el bosque. Por todos los dioses de Oonindo, ¿es que en este pueblo todos están locos?
De repente notó un calor viscoso en su mano derecha, aquella que tenía surcada de horribles quemaduras. Bajó la vista un momento y se dio cuenta de que se había hecho sangre de tanto apretar. Trató de relajarse, y entonces se dio cuenta de un pequeño detalle.
—Ookuma... ¿Quién es ese tal Ookuma? —«No podré salvar a todos los pandas, pero quizás si pueda hacer algo por los más desgraciados».