10/09/2016, 16:04
La sala estaba a reventar y los asistentes se apiñaban en las esquinas —también junto a la puerta— utilizando como asiento lo primero que pudieran agarrar. Un banco de madera, una caja vacía, e incluso una silla para los más afortunados. No es que la taberna fuese pequeña, si no más bien, porque la ocasión ameritaba que no quedase lugar donde sentar las posaderas aquella noche. Hogo, El Gordo, había contemplado con una sonrisa de suma satisfacción cómo su local se iba llenando en el plazo de apenas una hora. Primero las mesas, circulares y robustas, que plagaban la parte principal de aquella amplia estancia. Luego otros comensales, menos rápidos, habían colocado algunas mesas más junto a la pared del fondo. Y, finalmente, una multitud que había terminado encajándose donde buenamente pudieron.
Hogo se relamía, con los ojos en blanco, pensando en las ganancias de aquella noche. Los fogones estaban a tope, la cocina parecía a punto de reventar y había tenido que matar a la mayoría de sus cochinos para dar a basto aquella noche. Pero daba igual. Sabía que de esta se hacía rico.
En realidad, la culpa de todo la tenía un modesto cartel que había colgado sobre la puerta de su taberna el día anterior, y que rezaba: "Mañana noche, gran audición del Maestro Rokuro Hei". El propio Hogo le había dado a aquel viejo músico el título de maestro por decisión propia —debía serlo al fin y al cabo, si es que era tan bueno, ¿no?— y, además, lo había escrito con M mayúscula para impresionar más a los notsubeños.
Lo que El Gordo no sabía es que aquel estético añadido no hubiera hecho diferencia en la reacción del público. Rokuro Hei ya era toda una celebridad en el País de la Tierra, y no pocas veces se comentaba que varios Daimyo de otros países le habían ofrecido su mecenazgo. Igual de famoso era su Samishen de madera azabache, que decían podía arrancar unas notas que ningún otro instrumento tenía a su alcance.
Sea como fuere, uno de aquellos últimos en llegar fue un joven de pelo y ojos negros. Aparentaba unos veinte años, figura delgada pero atlética y pelo largo recogido en una cola de caballo. Vestía con sencillez, con una camisa blanca, chaqueta marrón encima y pantalones largos de corte elegante. También botas, para protegerse los pies del frío otoñal propio de aquellas tierras. A trompicones consiguió colocarse en el lateral derecho del local, junto a varios hombres que habían apilado allí varias cajas de madera que les servían de asiento.
—Eh, amigo, ¿a qué hora empieza la actuación? —preguntó a uno de los parroquianos que estaban sentados junto a él.
El aludido se giró, examinándolo de arriba a abajo con gesto molesto. Sin duda estaba incómodo, y debía llevar un buen rato esperando.
—Que me aspen si lo sé. Este condenado ya lleva quince minutos de retraso, ¡por los mil escalones de Sora! Otros quince más, y se me rompe la espalda.
Akame asintió, agradecido, mientras sus ojos color obsidiana buscaban en vano al artista, recorriendo de un lado a otro el precario escenario que había montado al fondo de la sala; apenas una tarima de madera con varias sillas.
Hogo se relamía, con los ojos en blanco, pensando en las ganancias de aquella noche. Los fogones estaban a tope, la cocina parecía a punto de reventar y había tenido que matar a la mayoría de sus cochinos para dar a basto aquella noche. Pero daba igual. Sabía que de esta se hacía rico.
En realidad, la culpa de todo la tenía un modesto cartel que había colgado sobre la puerta de su taberna el día anterior, y que rezaba: "Mañana noche, gran audición del Maestro Rokuro Hei". El propio Hogo le había dado a aquel viejo músico el título de maestro por decisión propia —debía serlo al fin y al cabo, si es que era tan bueno, ¿no?— y, además, lo había escrito con M mayúscula para impresionar más a los notsubeños.
Lo que El Gordo no sabía es que aquel estético añadido no hubiera hecho diferencia en la reacción del público. Rokuro Hei ya era toda una celebridad en el País de la Tierra, y no pocas veces se comentaba que varios Daimyo de otros países le habían ofrecido su mecenazgo. Igual de famoso era su Samishen de madera azabache, que decían podía arrancar unas notas que ningún otro instrumento tenía a su alcance.
Sea como fuere, uno de aquellos últimos en llegar fue un joven de pelo y ojos negros. Aparentaba unos veinte años, figura delgada pero atlética y pelo largo recogido en una cola de caballo. Vestía con sencillez, con una camisa blanca, chaqueta marrón encima y pantalones largos de corte elegante. También botas, para protegerse los pies del frío otoñal propio de aquellas tierras. A trompicones consiguió colocarse en el lateral derecho del local, junto a varios hombres que habían apilado allí varias cajas de madera que les servían de asiento.
—Eh, amigo, ¿a qué hora empieza la actuación? —preguntó a uno de los parroquianos que estaban sentados junto a él.
El aludido se giró, examinándolo de arriba a abajo con gesto molesto. Sin duda estaba incómodo, y debía llevar un buen rato esperando.
—Que me aspen si lo sé. Este condenado ya lleva quince minutos de retraso, ¡por los mil escalones de Sora! Otros quince más, y se me rompe la espalda.
Akame asintió, agradecido, mientras sus ojos color obsidiana buscaban en vano al artista, recorriendo de un lado a otro el precario escenario que había montado al fondo de la sala; apenas una tarima de madera con varias sillas.