22/09/2016, 20:45
(Última modificación: 22/09/2016, 20:46 por Aotsuki Ayame.)
—¡Imbéciles! —chilló una voz femenina entre el público, seguramente después de haber sido arrollada por los dos mastodontes que habían entrado recientemente en la Posada de Hogo el Gordo. Sin embargo, Ayame no le prestó demasiada atención, concentrada como estaba en el espectáculo de Rokuro Hei con su samishen negro y sus dos jóvenes acompañantes.
Sin embargo, el hechizo se rompió como un cristal hecho añicos cuando un grito se sobrepuso a la hermosa música. Ayame sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, entre irritada por la nueva interrupción y con la cabeza aún embotada. Sin embargo, el gesto pronto se congeló en sus rasgos cuando volvió su mirada hacia el origen del estruendo.
Un hombre yacía inerte como un muñeco de trapo sobre una de las mesas centrales del salón. Sobre un manto líquido oscuro que borbotaba directamente de un cuello al que le habían dibujado una sonrisa de sangre.
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
—¡Por todos los dioses!
El miedo se extendió como una epidemia. Y a los gritos se sumaron los de más y más personas que acababan de despertar del trance en el que les había sumido la música de Rokuro Hei. Los dos mastodontes habían desaparecido de la sala, como si jamás hubiesen estado allí. Y, por si la escena no fuera lo suficientemente macabra, el cadáver, o lo que debería haber sido un cadáver a aquellas alturas; profirió un lastimero gemido. El muerto se había reincorporado en su silla, con aquella macabra sonrisa dibujada en su cuello y los ojos totalmente en blanco.
El corazón de Ayame se olvidó de latir por un instante.
—K... Ke... —sus labios, bañados en su propia sangre, apenas se movían para pronunciar aquellas sílabas que escapaban con un gutural gañido—. Ken... Kenji...
El pánico cundió con aquella última chispa. La gente comenzó a correr despavorida, y en su afán por escapar de allí arrollaron sillas, mesas y a otras personas sin tan siquiera ser conscientes de ello. Como una manada de ovejas aterrorizadas por la presencia del lobo, todos se agolparon en la salida entre gritos, lloriqueos, empujones e incluso más de un golpe. Alguien empujó violentamente a Ayame en su escapada, arrojándola contra el suelo. La música de había detenido de golpe. Y Ayame era incapaz de moverse o de apartar sus aterrorizados ojos del muerto vivo que ahora se dirigía con pasos tambaleantes hacia la puerta donde se habían aglomerado todos. Su corazón redoblando en sus sienes como un furioso tambor. Ni siquiera se había dado cuenta de que la transformación se había deshecho por el terror del momento.
—Kenji...
«¿Qué significa esto?» Se preguntaba entre violentos temblores.
El chico que había estado junto a ella hasta aquel momento saltó por encima de la mesa más cercana, y Ayame quiso gritar por su precaución cuando le vio acercarse al zombie. Pero la voz no le salió de la garganta, que estaba tan atascada como lo estaba la salida de aquel maldito lugar. Al final, el chico consiguió llegar hasta él.
—No es posible... Debería estar muerto —murmuró.
Y Ayame, desde el suelo con su verdadero aspecto, fue incapaz de hacer nada. Absolutamente nada- Temblaba como una hoja en otoño y sus ojos desorbitados seguían fijos en el muerto viviente. Incapaz de creer. No queriendo creer.
De lo que estaba segura era de que aquella escena se repetiría una y otra vez en sus más terribles pesadillas.
Sin embargo, el hechizo se rompió como un cristal hecho añicos cuando un grito se sobrepuso a la hermosa música. Ayame sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, entre irritada por la nueva interrupción y con la cabeza aún embotada. Sin embargo, el gesto pronto se congeló en sus rasgos cuando volvió su mirada hacia el origen del estruendo.
Un hombre yacía inerte como un muñeco de trapo sobre una de las mesas centrales del salón. Sobre un manto líquido oscuro que borbotaba directamente de un cuello al que le habían dibujado una sonrisa de sangre.
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
—¡Por todos los dioses!
El miedo se extendió como una epidemia. Y a los gritos se sumaron los de más y más personas que acababan de despertar del trance en el que les había sumido la música de Rokuro Hei. Los dos mastodontes habían desaparecido de la sala, como si jamás hubiesen estado allí. Y, por si la escena no fuera lo suficientemente macabra, el cadáver, o lo que debería haber sido un cadáver a aquellas alturas; profirió un lastimero gemido. El muerto se había reincorporado en su silla, con aquella macabra sonrisa dibujada en su cuello y los ojos totalmente en blanco.
El corazón de Ayame se olvidó de latir por un instante.
—K... Ke... —sus labios, bañados en su propia sangre, apenas se movían para pronunciar aquellas sílabas que escapaban con un gutural gañido—. Ken... Kenji...
El pánico cundió con aquella última chispa. La gente comenzó a correr despavorida, y en su afán por escapar de allí arrollaron sillas, mesas y a otras personas sin tan siquiera ser conscientes de ello. Como una manada de ovejas aterrorizadas por la presencia del lobo, todos se agolparon en la salida entre gritos, lloriqueos, empujones e incluso más de un golpe. Alguien empujó violentamente a Ayame en su escapada, arrojándola contra el suelo. La música de había detenido de golpe. Y Ayame era incapaz de moverse o de apartar sus aterrorizados ojos del muerto vivo que ahora se dirigía con pasos tambaleantes hacia la puerta donde se habían aglomerado todos. Su corazón redoblando en sus sienes como un furioso tambor. Ni siquiera se había dado cuenta de que la transformación se había deshecho por el terror del momento.
—Kenji...
«¿Qué significa esto?» Se preguntaba entre violentos temblores.
El chico que había estado junto a ella hasta aquel momento saltó por encima de la mesa más cercana, y Ayame quiso gritar por su precaución cuando le vio acercarse al zombie. Pero la voz no le salió de la garganta, que estaba tan atascada como lo estaba la salida de aquel maldito lugar. Al final, el chico consiguió llegar hasta él.
—No es posible... Debería estar muerto —murmuró.
Y Ayame, desde el suelo con su verdadero aspecto, fue incapaz de hacer nada. Absolutamente nada- Temblaba como una hoja en otoño y sus ojos desorbitados seguían fijos en el muerto viviente. Incapaz de creer. No queriendo creer.
De lo que estaba segura era de que aquella escena se repetiría una y otra vez en sus más terribles pesadillas.