26/09/2016, 22:45
(Última modificación: 26/09/2016, 22:55 por Uchiha Akame.)
En mitad del tumulto, Rokuro Hei y sus acompañantes abandonaron el escenario por la misma cortinilla por la que habían hecho acto de presencia un rato antes. El pobre degollado, todavía chorreando sangre oscura y espesa, caminó unos cuantos pasos más hacia la salida y, emitiendo un último quejido lastimero, cayó al suelo de espaldas frente a las miradas de los que se habían acercado. Una vez allí, tirado en el suelo como un saco de patatas, el cadáver quedó tan inerte como cabía esperarse de él.
—Por todos los dioses... —masculló Uchiha Akame, entre temeroso e intrigado.
«¿Acabo de ver a un muerto caminando? Incluso parecía que estaba tratando de decir algo. Qué extrañ...»
Un fuerte empujón le sacó de sus cavilaciones. Puede que él hubiera decidido pararse allí, junto al muerto —ahora definitivamente—, pero la mayoría de los asistentes a la velada no tenía la misma idea. El Uchiha se incorporó, maldiciendo por lo bajo, mientras un grupo de rezagados se apiñaba junto a los demás, tratando de salir. De repente, un grito se alzó sobre el caos nocturno.
—¡Guardias! ¡Guardias, por aquí!
Akame flexionó instintivamente las piernas, alerta. «Guardias, ¡debí haberlo previsto! Hay que poner pies en polvorosa, si no quiero enfrentarme a ciertas preguntas para las cuales no tengo respuesta». Y ni corto ni perezoso, empezó a escudriñar la estancia en busca de una salida que le ofreciera mejores posibilidades que la puerta, abarrotada de gente en pánico. «Las ventanas tienen barrotes...» Vio a un hombre, más o menos de su edad, cuyo pelo y ojos eran de un color rojo intenso muy extraño. Examinaba el cadáver con gesto aterrado, y las manos le temblaban visiblemente.
—Kenji, ¿quién coño es el Kenji ese?
—¿De qué estás hablando? —le interpeló el Uchiha. «¿Es eso lo que ha dicho el fiambre? ¿"Kenji"?»—. ¡Compañero, sea lo que sea, te aconsejo que salgas de aquí antes de que esto se llene de guardias!
Dispuesto a aplicarse a sí mismo aquel consejo, Akame reparó en el detalle de la cortina que había tras el improvisado escenario. Los músicos habían desaparecido por allí, de modo que sin pensarlo dos veces echó a correr, atravesando la sala. Se movía raudo, con la vista fija en su objetivo. Nada más llegar apartó la tela de un manotazo, y después de rebasar un pequeño cuarto trasero, vio una puerta entreabierta y más allá, la oscuridad fría de la noche notsubeña.
En la entrada de la taberna de Hogo el Gordo, una cuadrilla de cinco guardias embutidos en pulidas armaduras de acero trataba de abrirse paso entre el tumulto para llegar hasta el interior. Uno de ellos, que llevaba en el yelmo un penacho de metal rojizo con la forma de un rombo alargado, empezó a vociferar órdenes con autoridad.
En pocos instantes la multitud se habría abierto lo suficiente como para que los pesados soldados pudieran pasar, y encontrarían la sala principal destrozada; mesas, sillas y platos destrozados estaban esparcidos por doquier, y en el centro de la estancia el cadáver de aquel hombre reposaba, tumbado boca arriba.
Algunos ya empezaban a interrogar a los testigos más rezagados. ¿Cuál sería su actitud para con los jóvenes shinobi? Quizá quisieran quedarse a comprobarlo.
—Por todos los dioses... —masculló Uchiha Akame, entre temeroso e intrigado.
«¿Acabo de ver a un muerto caminando? Incluso parecía que estaba tratando de decir algo. Qué extrañ...»
Un fuerte empujón le sacó de sus cavilaciones. Puede que él hubiera decidido pararse allí, junto al muerto —ahora definitivamente—, pero la mayoría de los asistentes a la velada no tenía la misma idea. El Uchiha se incorporó, maldiciendo por lo bajo, mientras un grupo de rezagados se apiñaba junto a los demás, tratando de salir. De repente, un grito se alzó sobre el caos nocturno.
—¡Guardias! ¡Guardias, por aquí!
Akame flexionó instintivamente las piernas, alerta. «Guardias, ¡debí haberlo previsto! Hay que poner pies en polvorosa, si no quiero enfrentarme a ciertas preguntas para las cuales no tengo respuesta». Y ni corto ni perezoso, empezó a escudriñar la estancia en busca de una salida que le ofreciera mejores posibilidades que la puerta, abarrotada de gente en pánico. «Las ventanas tienen barrotes...» Vio a un hombre, más o menos de su edad, cuyo pelo y ojos eran de un color rojo intenso muy extraño. Examinaba el cadáver con gesto aterrado, y las manos le temblaban visiblemente.
—Kenji, ¿quién coño es el Kenji ese?
—¿De qué estás hablando? —le interpeló el Uchiha. «¿Es eso lo que ha dicho el fiambre? ¿"Kenji"?»—. ¡Compañero, sea lo que sea, te aconsejo que salgas de aquí antes de que esto se llene de guardias!
Dispuesto a aplicarse a sí mismo aquel consejo, Akame reparó en el detalle de la cortina que había tras el improvisado escenario. Los músicos habían desaparecido por allí, de modo que sin pensarlo dos veces echó a correr, atravesando la sala. Se movía raudo, con la vista fija en su objetivo. Nada más llegar apartó la tela de un manotazo, y después de rebasar un pequeño cuarto trasero, vio una puerta entreabierta y más allá, la oscuridad fría de la noche notsubeña.
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En la entrada de la taberna de Hogo el Gordo, una cuadrilla de cinco guardias embutidos en pulidas armaduras de acero trataba de abrirse paso entre el tumulto para llegar hasta el interior. Uno de ellos, que llevaba en el yelmo un penacho de metal rojizo con la forma de un rombo alargado, empezó a vociferar órdenes con autoridad.
En pocos instantes la multitud se habría abierto lo suficiente como para que los pesados soldados pudieran pasar, y encontrarían la sala principal destrozada; mesas, sillas y platos destrozados estaban esparcidos por doquier, y en el centro de la estancia el cadáver de aquel hombre reposaba, tumbado boca arriba.
Algunos ya empezaban a interrogar a los testigos más rezagados. ¿Cuál sería su actitud para con los jóvenes shinobi? Quizá quisieran quedarse a comprobarlo.