27/09/2016, 18:56
El muerto viviente caminó varios pasos más hacia una salida con la gente cada vez más apelotonada y alterada y, con un último gruñido, echó el cuerpo hacia atrás y terminó cayendo de espaldas con todo su peso.
«¿Se ha muerto de verdad?» Se preguntaba Ayame, profundamente angustiada. Al contrario que otras dos personas más, aparte del chico de cabellos oscuros recogidos en una coleta baja, se veía incapaz de acercarse un solo centímetro al cadáver. ¿Y si se volvía a levantar? ¿Y si la atrapaba entre sus ensangrentadas manos?
No. Era incapaz de enfrentarse a la muerte. Y mucho menos a un muerto que aún vivía.
La gente seguía corriendo en la posada como pollos sin cabeza en su afán por agolparse contra la única puerta de la posada y salir de aquella pesadilla, y Ayame se vio obligada a levantarse y pegarse contra una pared para no terminar arrollada por alguien. Entonces, un grito se alzó por encima del escándalo.
—¡Guardias! ¡Guardias, por aquí!
«¡Oh, no! ¡Los guardias no!» Se lamentó, con todos los músculos en tensión. Realmente no debería sentirse tan alterada, ella no había asesinado a aquel hombre. Ni mucho menos había tenido nada que ver con su escalofriante resurrección temporal. Pero sin duda atraería todas atenciones si veían que una chiquilla había roto las normas y había entrado en la posada después del toque de queda para los menores de edad. Y estaba demasiado nerviosa como para efectuar una transformación y poder concentrarse para poder mantenerla en el tiempo. Y eso si tenía la suerte de no ser empujada de nuevo. Un hecho, a todas luces improbable.
Tenía que escapar de allí como fuera.
Sin perder un solo instante, comenzó su desesperada búsqueda de la libertad. La puerta principal estaba descartada desde el principio. Quizás podría salir detrás del telón del que habían salido Rokuro Hei y sus acompañantes, pero desconocía la estructura del edificio y temía terminar atrapada en un pasillo sin salida...
«Tiene que haber una manera... siempre la hay...» Se repetía, con el corazón latiéndole a mil por hora en las sienes. Se le acababa el tiempo. Lo sabía. Si no se daba prisa...
Sus ojos repararon entonces en la pared y algo dentro de ella se iluminó de esperanza. Con un par de zancadas llegó a la ventana más cercana y, tras forcejear algunos segundos con la manilla la abrió de par en par. El frescor de la noche alivió el calor que no se había dado cuenta hasta entonces que sentía. Sin embargo, en el momento en el que se decidía a saltar, se dio cuenta de que la ventana estaba cruzada por varios barrotes.
—No podéis contener al agua... —se dijo, entre dientes, y después de asegurarse de que nadie en el interior o el exterior pudiera sorprenderla, utilizó su habilidad para licuar su cuerpo, pasar a través de los barrotes, y terminar cayendo al otro lado de la pared como un silencioso e inerme charco de agua.
No recuperó su forma corpórea enseguida, sin embargo. Su curiosidad la forzaba a arriesgar y tirar algo más del hilo. ¿Quién sabía si los guardias podían revelar algo interesante acerca de lo que acababa de ocurrir en la Posada de Hogo el Gordo?
«¿Se ha muerto de verdad?» Se preguntaba Ayame, profundamente angustiada. Al contrario que otras dos personas más, aparte del chico de cabellos oscuros recogidos en una coleta baja, se veía incapaz de acercarse un solo centímetro al cadáver. ¿Y si se volvía a levantar? ¿Y si la atrapaba entre sus ensangrentadas manos?
No. Era incapaz de enfrentarse a la muerte. Y mucho menos a un muerto que aún vivía.
La gente seguía corriendo en la posada como pollos sin cabeza en su afán por agolparse contra la única puerta de la posada y salir de aquella pesadilla, y Ayame se vio obligada a levantarse y pegarse contra una pared para no terminar arrollada por alguien. Entonces, un grito se alzó por encima del escándalo.
—¡Guardias! ¡Guardias, por aquí!
«¡Oh, no! ¡Los guardias no!» Se lamentó, con todos los músculos en tensión. Realmente no debería sentirse tan alterada, ella no había asesinado a aquel hombre. Ni mucho menos había tenido nada que ver con su escalofriante resurrección temporal. Pero sin duda atraería todas atenciones si veían que una chiquilla había roto las normas y había entrado en la posada después del toque de queda para los menores de edad. Y estaba demasiado nerviosa como para efectuar una transformación y poder concentrarse para poder mantenerla en el tiempo. Y eso si tenía la suerte de no ser empujada de nuevo. Un hecho, a todas luces improbable.
Tenía que escapar de allí como fuera.
Sin perder un solo instante, comenzó su desesperada búsqueda de la libertad. La puerta principal estaba descartada desde el principio. Quizás podría salir detrás del telón del que habían salido Rokuro Hei y sus acompañantes, pero desconocía la estructura del edificio y temía terminar atrapada en un pasillo sin salida...
«Tiene que haber una manera... siempre la hay...» Se repetía, con el corazón latiéndole a mil por hora en las sienes. Se le acababa el tiempo. Lo sabía. Si no se daba prisa...
Sus ojos repararon entonces en la pared y algo dentro de ella se iluminó de esperanza. Con un par de zancadas llegó a la ventana más cercana y, tras forcejear algunos segundos con la manilla la abrió de par en par. El frescor de la noche alivió el calor que no se había dado cuenta hasta entonces que sentía. Sin embargo, en el momento en el que se decidía a saltar, se dio cuenta de que la ventana estaba cruzada por varios barrotes.
—No podéis contener al agua... —se dijo, entre dientes, y después de asegurarse de que nadie en el interior o el exterior pudiera sorprenderla, utilizó su habilidad para licuar su cuerpo, pasar a través de los barrotes, y terminar cayendo al otro lado de la pared como un silencioso e inerme charco de agua.
No recuperó su forma corpórea enseguida, sin embargo. Su curiosidad la forzaba a arriesgar y tirar algo más del hilo. ¿Quién sabía si los guardias podían revelar algo interesante acerca de lo que acababa de ocurrir en la Posada de Hogo el Gordo?