9/10/2016, 13:46
(Última modificación: 10/10/2016, 00:20 por Uchiha Akame.)
La primera reacción del joven camarero al ver a Datsue acercarse a la barra con un brillo intenso en sus ojos fue alzar una ceja, solitaria, peluda y escéptica. Ya estaba a punto de mandar al gennin a paseo cuando éste empezó a hablar; y, si había algo que a aquel Uchiha se le daba bien, era precisamente eso. Cada una de sus palabras iba cargada de la precisión de un cirujano, tocando exactamente los puntos que él quería tocar —ni uno más y ni uno menos—, y aflojando poco a poco la voluntad del pueblerino hasta convertirla en una pasta viscosa fácilmente moldeable.
—Hágame caso cuando le digo que terminarán por resolver el misterio… Lo cual sería estupendo, ¿verdad?
El camarero asintió con aire ausente.
—Aunque… por otra parte, sería una pena que el tal Itachi se fuese de rositas.
Volvió a mover la cabeza afirmativamente, como hipnotizado por la lengua de plata del Uchiha.
—Estoy convencido que hay personas que pagarían —a Datsue se le iluminó la mirada cuando dijo la última palabra—, y mucho, además, porque alguien le diese un buen escarmiento.
El joven asintió una tercera vez, y cuando vio los tres billetes de cincuenta ryos que el gennin de Taki le deslizó sobre la barra, se le abrieron los ojos tanto que su cara recordó por momentos a la de un sapo. Volvió a asentir, con mayor convencimiento que las dos veces anteriores, y su mano —rápida como una centella— atrapó el dinero y lo guardó en algún lugar de sus pantalones.
—Veo que es usted un... —el camarero calló un momento, quizá dándose cuenta de que Datsue era demasiado pequeño para encajar en la categoría de hombre—. Una persona de negocios. No abunda por aquí la gente con dos dedos de frente, ya se lo digo.
Con una mirada a su alrededor, el muchacho se cercioró de que nadie podía escucharles.
—Si quiere usted saber más sobre la Finca Makoto, debería intentar hablar con el señor Iwata —Datsue creyó detectar un tono peculiar en la palabra hablar, pero no supo identificar exactamente de qué se trataba, o por qué—. Es el más anciano del pueblo, lleva aquí casi cien años, ha visto de todo y ha oído de todo.
Sin esperar respuesta por parte del gennin, el camarero se apartó discretamente y empezó otra vez a darle al trapo, sacando brillo a todas las jarras que reposaban en la estantería de madera.
Akame asintió, complacido, cuando sus compañeros se mostraron conformes con su idea original. Cierto era que ninguno parecía saber dónde estaba la casa del alguacil, sin embargo, no debía ser un lugar difícil de encontrar en un pueblo tan pequeño y característico como Kawabe. Así pues, el Uchiha simplemente decidió seguir el consejo de Karamaru y encaminarse en dirección a la plaza.
Por el camino el gennin de Taki abordó a la primera persona con la que se cruzó —un hombre de unos cuarenta años con pintas de pescador, de hombros anchos y rostro curtido por el trabajo rural— y le preguntó educadamente dónde podían encontrar al alguacil. El tipo le indicó pobremente, pero aun así, el Uchiha creyó saber con aceptable certeza hacia dónde debían dirigirse.
Llegó a la plaza —junto a sus compañeros, si es que no le habían puesto pegas— y una vez allí, busco una casa con la fachada de color rojo y un penacho azul turquesa en lo alto del tejado. Según le había explicado el pescador, el color rojo sangre identificaba la vivienda del alguacil con su oficio —el de guerrero— y el penacho con el color del País del Río le avalaba como autoridad impuesta por el Daimyo.
—Aquí es, compañeros —dijo el Uchiha, plantado ante la puerta de madera.
Tocó suavemente con ambas manos y, tras unos instantes, la puerta se abrió. Tras ella apareció un hombre alto y musculoso, de piel bronceada y pelo negro. Llevaba una armadura de placas de acero con distintivos de color azul turquesa, y de su cinto colgaba una espada de factura impecable. El alguacil observó al trío de ninjas que tenía ante sí con expresión escéptica.
—¿En qué puedo ayudaros, muchachos?
—Hágame caso cuando le digo que terminarán por resolver el misterio… Lo cual sería estupendo, ¿verdad?
El camarero asintió con aire ausente.
—Aunque… por otra parte, sería una pena que el tal Itachi se fuese de rositas.
Volvió a mover la cabeza afirmativamente, como hipnotizado por la lengua de plata del Uchiha.
—Estoy convencido que hay personas que pagarían —a Datsue se le iluminó la mirada cuando dijo la última palabra—, y mucho, además, porque alguien le diese un buen escarmiento.
El joven asintió una tercera vez, y cuando vio los tres billetes de cincuenta ryos que el gennin de Taki le deslizó sobre la barra, se le abrieron los ojos tanto que su cara recordó por momentos a la de un sapo. Volvió a asentir, con mayor convencimiento que las dos veces anteriores, y su mano —rápida como una centella— atrapó el dinero y lo guardó en algún lugar de sus pantalones.
—Veo que es usted un... —el camarero calló un momento, quizá dándose cuenta de que Datsue era demasiado pequeño para encajar en la categoría de hombre—. Una persona de negocios. No abunda por aquí la gente con dos dedos de frente, ya se lo digo.
Con una mirada a su alrededor, el muchacho se cercioró de que nadie podía escucharles.
—Si quiere usted saber más sobre la Finca Makoto, debería intentar hablar con el señor Iwata —Datsue creyó detectar un tono peculiar en la palabra hablar, pero no supo identificar exactamente de qué se trataba, o por qué—. Es el más anciano del pueblo, lleva aquí casi cien años, ha visto de todo y ha oído de todo.
Sin esperar respuesta por parte del gennin, el camarero se apartó discretamente y empezó otra vez a darle al trapo, sacando brillo a todas las jarras que reposaban en la estantería de madera.
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Akame asintió, complacido, cuando sus compañeros se mostraron conformes con su idea original. Cierto era que ninguno parecía saber dónde estaba la casa del alguacil, sin embargo, no debía ser un lugar difícil de encontrar en un pueblo tan pequeño y característico como Kawabe. Así pues, el Uchiha simplemente decidió seguir el consejo de Karamaru y encaminarse en dirección a la plaza.
Por el camino el gennin de Taki abordó a la primera persona con la que se cruzó —un hombre de unos cuarenta años con pintas de pescador, de hombros anchos y rostro curtido por el trabajo rural— y le preguntó educadamente dónde podían encontrar al alguacil. El tipo le indicó pobremente, pero aun así, el Uchiha creyó saber con aceptable certeza hacia dónde debían dirigirse.
Llegó a la plaza —junto a sus compañeros, si es que no le habían puesto pegas— y una vez allí, busco una casa con la fachada de color rojo y un penacho azul turquesa en lo alto del tejado. Según le había explicado el pescador, el color rojo sangre identificaba la vivienda del alguacil con su oficio —el de guerrero— y el penacho con el color del País del Río le avalaba como autoridad impuesta por el Daimyo.
—Aquí es, compañeros —dijo el Uchiha, plantado ante la puerta de madera.
Tocó suavemente con ambas manos y, tras unos instantes, la puerta se abrió. Tras ella apareció un hombre alto y musculoso, de piel bronceada y pelo negro. Llevaba una armadura de placas de acero con distintivos de color azul turquesa, y de su cinto colgaba una espada de factura impecable. El alguacil observó al trío de ninjas que tenía ante sí con expresión escéptica.
—¿En qué puedo ayudaros, muchachos?