11/10/2016, 21:43
— ¡Suéltame, joder! Fueron aquellos dos gorilas, yo solo estaba disfrutando de unos dangos. Sí... Tuvieron que haber sido ellos. Entraron empujando a la gente y cuando los perdí de vista empezaron los gritos, estoy seguro de que aquellos dos hombres fuertes y altos como 2 robles son los culpables de esta muerte. ¡Tiene que creerme! Yo no he hecho nada malo...
Dentro de la posada continuaba el jaleo. Desde su posición, Ayame no era capaz de ver qué era lo que estaba pasando, pero las palabras llegaban hasta sus oídos claras como el agua. El chico que se había quedado rezagado balbuceaba, asustado. Sin duda había visto lo mismo que ella, a aquellos dos matones abriéndose paso a través de la multitud a base de empujones justo antes de que se desencadenara la catástrofe. Debían de haber sido ellos los causantes, ¿quién si no? ¿Pero por qué? ¿Y qué había pasado para que el hombre degollado se pusiera de nuevo en pie de aquella manera tan sobrenatural?
—Está bien, está bien. Te creo. Cuéntame con todo detalle lo que has visto.
Ayame agudizó aún más el oído, conteniendo los alocados latidos de su corazón. Sin embargo, un pie se posó justo junto a ella, y la superficie del agua vibró ligeramente cuando la sobresaltó.
«¿Cuándo ha aparecido aquí?» Se preguntó, horrorizada.
Era un chico delgado como un palo y de cabellos de color rojo como la sangre, que hacían juego con la bufanda que llevaba anudada en torno al cuello.
—Joder... Putos cabrones... ¡No tenían que hacerlo así! —balbuceó, pálido, y Ayame volvió a sobresaltarse al escucharle. Por un momento estuvo tentada de retenerle en el sitio y hacerle cantar, pero se contuvo al darse cuenta de que aquello sólo armaría un nuevo revuelo que alertaría a los guardias que se encontraban en el interior de la posada y la obligarían a enfrentarse a incómodas preguntas—. Menudas semanitas nos esperan, con la guardia del Daimyo tocándonos los cojones... Me cago en...
Un sonido tras la esquina los alertó. El hombre de la bufanda maldijo para sus adentros y se escabulló entre las sombras del callejón. Ayame aguardó unos segundos, inmóvil como una estatua de hielo. Y sólo cuando la figura del hombre de la bufanda desapareció en el callejón, recuperó su forma corpórea de manera lenta y cautelosa; y, tras echar una breve ojeada a su alrededor, siguió los pasos del sospechoso entre largas zancadas.
Ya estaba claro que dentro de la posada nadie sabía qué era lo que había pasado. Su fuente de respuestas se encontraba en aquel misterioso hombre.
Dentro de la posada continuaba el jaleo. Desde su posición, Ayame no era capaz de ver qué era lo que estaba pasando, pero las palabras llegaban hasta sus oídos claras como el agua. El chico que se había quedado rezagado balbuceaba, asustado. Sin duda había visto lo mismo que ella, a aquellos dos matones abriéndose paso a través de la multitud a base de empujones justo antes de que se desencadenara la catástrofe. Debían de haber sido ellos los causantes, ¿quién si no? ¿Pero por qué? ¿Y qué había pasado para que el hombre degollado se pusiera de nuevo en pie de aquella manera tan sobrenatural?
—Está bien, está bien. Te creo. Cuéntame con todo detalle lo que has visto.
Ayame agudizó aún más el oído, conteniendo los alocados latidos de su corazón. Sin embargo, un pie se posó justo junto a ella, y la superficie del agua vibró ligeramente cuando la sobresaltó.
«¿Cuándo ha aparecido aquí?» Se preguntó, horrorizada.
Era un chico delgado como un palo y de cabellos de color rojo como la sangre, que hacían juego con la bufanda que llevaba anudada en torno al cuello.
—Joder... Putos cabrones... ¡No tenían que hacerlo así! —balbuceó, pálido, y Ayame volvió a sobresaltarse al escucharle. Por un momento estuvo tentada de retenerle en el sitio y hacerle cantar, pero se contuvo al darse cuenta de que aquello sólo armaría un nuevo revuelo que alertaría a los guardias que se encontraban en el interior de la posada y la obligarían a enfrentarse a incómodas preguntas—. Menudas semanitas nos esperan, con la guardia del Daimyo tocándonos los cojones... Me cago en...
Un sonido tras la esquina los alertó. El hombre de la bufanda maldijo para sus adentros y se escabulló entre las sombras del callejón. Ayame aguardó unos segundos, inmóvil como una estatua de hielo. Y sólo cuando la figura del hombre de la bufanda desapareció en el callejón, recuperó su forma corpórea de manera lenta y cautelosa; y, tras echar una breve ojeada a su alrededor, siguió los pasos del sospechoso entre largas zancadas.
Ya estaba claro que dentro de la posada nadie sabía qué era lo que había pasado. Su fuente de respuestas se encontraba en aquel misterioso hombre.