24/10/2016, 16:50
—Acabamos de despertarnos —intervino Daruu rápidamente, y Zetsuo le dirigió una mirada cargada de sospecha. El chico había clavado sus ojos en los hierros de la camilla, por lo que le era imposible acceder a los recovecos de su mente, pero la veterana águila conocía muy bien el olor de la mentira...—. Lo siento, todo esto es muy confuso. Para mí hace apenas unos minutos estábamos peleando. Es como si todavía tuviera el corazón acelerado.
Ayame hundió los hombros con un cansado suspiro. A decir verdad, ella también se sentía como si la pelea hubiera acabado hace apenas unas horas. O unos minutos.
—Bueno, bueno, todavía tenéis que estirar las piernas. Tendréis que moveros un poco por el hospital antes de volver a casa, así que os dejamos tranquilos y ya os vais recuperando. Yo voy a ir preparando los bollitos para la fiesta de bienvenida.
«Bollitos...» A Ayame se le hizo la boca agua de tan solo pensar en tal manjar. Pero se esforzó en sonreír.
—Muchas gracias.
Kiroe giró sobre sus talones y tiró del brazo de Zetsuo, pero el médico seguía de brazos cruzados y no parecía muy conforme con la idea de marcharse de la habitación. Hasta que entró una enfermera, jadeante y alarmada.
—Señor Zetsuo, el paciente de la sala treinta y ocho dice que quiere una cerilla para quemar el hospital.
«Qué quiere... ¡¿QUÉ?!» No pudo evitar preguntarse Ayame, igual de sorprendida.
Su padre, por su parte, chasqueó la lengua con fastidio y salió de la habitación en tropel, casi atropellando a la pobre enfermera en el proceso.
—¿Qué le pasa? Nunca es así —les susurró con cuidado la mujer—. Bueno... casi nunca.
—Cosas de padres... anda, vámonos.
Todos salieron de la habitación, y el ultimo en hacerlo fue Kōri, que acababa de aparecer y no había traspasado el umbral de la puerta siquiera.
—Recuperáos. Luego volvemos —dijo, y a Ayame le pareció percibir cierto rastro de inusual emoción en su tono de voz.
La puerta se cerró tras su partida, y Ayame no pudo evitar ladear la cabeza con cierta extrañeza.
—Están todos... muy... raros... ¿o es mi imaginación? —se preguntó en voz alta.
Daruu se levantó de la camilla, y Ayame hizo lo mismo casi a la vez. No le dolía nada, pero sentía las piernas tirantes y pesadas, como si se hubiera atado a ellas sendas bolas de presidiarios. Odiaba aquella sensación, se sentía como un pájaro encadenado... ¿Cuánto tardaría en volver a recuperar su movilidad normal?
Ni siquiera se había dado cuenta de que Daruu se había acercado hasta su posición hasta que su voz la sobresaltó.
—Sigo pensando que tenemos algo pendiente. Estoy cansado de huir.
Nuevamente, alzaba el brazo hacia ella con el sello de la reconciliación formulado. Ayame ladeó la cabeza, extrañada.
«Quizás quiere sellar el combate fuera de aquel extraño sueño...» Se dijo, antes de aceptar el gesto entrelazando los dedos índice y corazón con los suyos.
Lo que no esperaba era que la atrajera repentinamente hacia él y fueran sus labios los que se vieran sellados por los suyos en un beso tan dulce que volvió a agitar las mariposas de su estómago. De repente, aquellas cuatro palabras de Daruu tomaron sentido en su mente y una lágrima de felicidad rodó por su mejilla. Débil como estaba en su estado, tuvo que apoyarse en su pecho para no caer al suelo. Y cuando se separaron, sus ojos brillantes se cruzaron con los suyos, castaño con castaño. Intimidada, Ayame desvió la mirada hacia el suelo y se llevó la mano izquierda hacia la frente de nuevo.
—D... ¿De verdad? ¿Estás seguro de esto...?
Ayame hundió los hombros con un cansado suspiro. A decir verdad, ella también se sentía como si la pelea hubiera acabado hace apenas unas horas. O unos minutos.
—Bueno, bueno, todavía tenéis que estirar las piernas. Tendréis que moveros un poco por el hospital antes de volver a casa, así que os dejamos tranquilos y ya os vais recuperando. Yo voy a ir preparando los bollitos para la fiesta de bienvenida.
«Bollitos...» A Ayame se le hizo la boca agua de tan solo pensar en tal manjar. Pero se esforzó en sonreír.
—Muchas gracias.
Kiroe giró sobre sus talones y tiró del brazo de Zetsuo, pero el médico seguía de brazos cruzados y no parecía muy conforme con la idea de marcharse de la habitación. Hasta que entró una enfermera, jadeante y alarmada.
—Señor Zetsuo, el paciente de la sala treinta y ocho dice que quiere una cerilla para quemar el hospital.
«Qué quiere... ¡¿QUÉ?!» No pudo evitar preguntarse Ayame, igual de sorprendida.
Su padre, por su parte, chasqueó la lengua con fastidio y salió de la habitación en tropel, casi atropellando a la pobre enfermera en el proceso.
—¿Qué le pasa? Nunca es así —les susurró con cuidado la mujer—. Bueno... casi nunca.
—Cosas de padres... anda, vámonos.
Todos salieron de la habitación, y el ultimo en hacerlo fue Kōri, que acababa de aparecer y no había traspasado el umbral de la puerta siquiera.
—Recuperáos. Luego volvemos —dijo, y a Ayame le pareció percibir cierto rastro de inusual emoción en su tono de voz.
La puerta se cerró tras su partida, y Ayame no pudo evitar ladear la cabeza con cierta extrañeza.
—Están todos... muy... raros... ¿o es mi imaginación? —se preguntó en voz alta.
Daruu se levantó de la camilla, y Ayame hizo lo mismo casi a la vez. No le dolía nada, pero sentía las piernas tirantes y pesadas, como si se hubiera atado a ellas sendas bolas de presidiarios. Odiaba aquella sensación, se sentía como un pájaro encadenado... ¿Cuánto tardaría en volver a recuperar su movilidad normal?
Ni siquiera se había dado cuenta de que Daruu se había acercado hasta su posición hasta que su voz la sobresaltó.
—Sigo pensando que tenemos algo pendiente. Estoy cansado de huir.
Nuevamente, alzaba el brazo hacia ella con el sello de la reconciliación formulado. Ayame ladeó la cabeza, extrañada.
«Quizás quiere sellar el combate fuera de aquel extraño sueño...» Se dijo, antes de aceptar el gesto entrelazando los dedos índice y corazón con los suyos.
Lo que no esperaba era que la atrajera repentinamente hacia él y fueran sus labios los que se vieran sellados por los suyos en un beso tan dulce que volvió a agitar las mariposas de su estómago. De repente, aquellas cuatro palabras de Daruu tomaron sentido en su mente y una lágrima de felicidad rodó por su mejilla. Débil como estaba en su estado, tuvo que apoyarse en su pecho para no caer al suelo. Y cuando se separaron, sus ojos brillantes se cruzaron con los suyos, castaño con castaño. Intimidada, Ayame desvió la mirada hacia el suelo y se llevó la mano izquierda hacia la frente de nuevo.
—D... ¿De verdad? ¿Estás seguro de esto...?