26/10/2016, 17:27
(Última modificación: 27/10/2016, 17:03 por Uchiha Akame.)
—No... la verdad es que no soy lugareña. Creo que pocos de los que intentábamos disfrutar la música ahí dentro eramos de aquí...
El Uchiha asintió, pensativo.
—Sí, tienes razón. La fama de Rokuro Hei ha llegado a todos los rincones de Oonindo, ¡y ahora entiendo por qué! —agregó, recordando aquella hechizante melodía—. Con todo lo ocurrido, ya casi me había olvidado de la música.
Seguían caminando, pero había algo que al joven Akame no terminaba de gustarle. Katomi parecía desconfiar de él, y él no le quitaba ojo de encima. «Maldita sea, chica, relájate. Me estás poniendo nervioso...», se dijo el Uchiha. Y con buen criterio. Apenas giraron una esquina para terminar en otro callejón, la muchacha se detuvo en seco. Akame se giró inmediatamente para encararla. Bajo su capa de viaje, había movido discretamente su mano diestra para agarrar uno de los shuriken de su portaobjetos.
—Bueno, Akame... Tengo que preguntarte algo... —«Esto no tiene buena pinta»—. ¿Lo hiciste tú?
El Uchiha tuvo que contener una mueca de sorpresa. De seguro no se esperaba algo así, y mucho menos una acusación velada tan directa. Cuando Katomi alzó las manos, Akame flexionó ligeramente las rodillas, preparado para esquivar cualquier golpe y contraatacar. «Su guardia es correcta. Esta chica es más de lo que aparenta, ¿quizás una kunoichi? ¿O simplemente es hija de algún guerrero solitario?».
Hubo unos tensos momentos de silencio. Las sombras les cubrían parcialmente a ambos, dejando tan sólo entrever retazos de sus figuras iluminados por las luces de un ventanal cercano.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —replicó finalmente el de Taki—. Por supuesto que no.
Akame relajó un momento su postura como muestra de pacifismo.
—Creo que hemos empezado con mal pie, verás, yo...
De repente, algo llamó la atención del Uchiha, y sus ojos se clavaron en la oscuridad por encima del hombro de Katomi. Frunció el ceño y, con un rápido movimiento, apartó su capa con la mano zurda mientras disparaba el shuriken que había cogido con la diestra. El proyectil, sin embargo, no iba dirigido hacia Katomi, sino hacia un tercer invitado en aquella conversación.
Un gato negro que había aparecido tras la esquina que los dos jóvenes habían torcido hacía tan sólo unos instantes.
Agazapado a la ventana, Yota pudo ver como los guardias se llevaban el cadáver. El sargento se llevó un rato de acá para allá, dando órdenes y hablando luego con Hogo el Gordo, que no paraba de llevarse las manos a la cabeza y de gritar cuánto dinero iba a perder y cómo aquello había arruinado por completo su negocio.
Por otra parte, el joven de pelo platino fue capaz de intuir alguna que otra conversación proveniente, no de dentro del local, sino de la entrada. Pese a que la mayoría de los retenidos ya se había marchado —seguramente después de responder algunas preguntas a los guardias de la ciudad— todavía quedaban allí algunas personas. De entre ellas destacaban un grupo de dos hombres, una mujer que lloraba desconsoladamente, y un niño que debía tener no más de seis años. Se trataba, probablemente, de amigos o familiares del muerto. La dama, que tenía el vestido manchado de sangre y se limpiaba de tanto en tanto las lágrimas con un pañuelo azul claro, era la que había estado sentada junto al asesinado.
El Uchiha asintió, pensativo.
—Sí, tienes razón. La fama de Rokuro Hei ha llegado a todos los rincones de Oonindo, ¡y ahora entiendo por qué! —agregó, recordando aquella hechizante melodía—. Con todo lo ocurrido, ya casi me había olvidado de la música.
Seguían caminando, pero había algo que al joven Akame no terminaba de gustarle. Katomi parecía desconfiar de él, y él no le quitaba ojo de encima. «Maldita sea, chica, relájate. Me estás poniendo nervioso...», se dijo el Uchiha. Y con buen criterio. Apenas giraron una esquina para terminar en otro callejón, la muchacha se detuvo en seco. Akame se giró inmediatamente para encararla. Bajo su capa de viaje, había movido discretamente su mano diestra para agarrar uno de los shuriken de su portaobjetos.
—Bueno, Akame... Tengo que preguntarte algo... —«Esto no tiene buena pinta»—. ¿Lo hiciste tú?
El Uchiha tuvo que contener una mueca de sorpresa. De seguro no se esperaba algo así, y mucho menos una acusación velada tan directa. Cuando Katomi alzó las manos, Akame flexionó ligeramente las rodillas, preparado para esquivar cualquier golpe y contraatacar. «Su guardia es correcta. Esta chica es más de lo que aparenta, ¿quizás una kunoichi? ¿O simplemente es hija de algún guerrero solitario?».
Hubo unos tensos momentos de silencio. Las sombras les cubrían parcialmente a ambos, dejando tan sólo entrever retazos de sus figuras iluminados por las luces de un ventanal cercano.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —replicó finalmente el de Taki—. Por supuesto que no.
Akame relajó un momento su postura como muestra de pacifismo.
—Creo que hemos empezado con mal pie, verás, yo...
De repente, algo llamó la atención del Uchiha, y sus ojos se clavaron en la oscuridad por encima del hombro de Katomi. Frunció el ceño y, con un rápido movimiento, apartó su capa con la mano zurda mientras disparaba el shuriken que había cogido con la diestra. El proyectil, sin embargo, no iba dirigido hacia Katomi, sino hacia un tercer invitado en aquella conversación.
Un gato negro que había aparecido tras la esquina que los dos jóvenes habían torcido hacía tan sólo unos instantes.
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Agazapado a la ventana, Yota pudo ver como los guardias se llevaban el cadáver. El sargento se llevó un rato de acá para allá, dando órdenes y hablando luego con Hogo el Gordo, que no paraba de llevarse las manos a la cabeza y de gritar cuánto dinero iba a perder y cómo aquello había arruinado por completo su negocio.
Por otra parte, el joven de pelo platino fue capaz de intuir alguna que otra conversación proveniente, no de dentro del local, sino de la entrada. Pese a que la mayoría de los retenidos ya se había marchado —seguramente después de responder algunas preguntas a los guardias de la ciudad— todavía quedaban allí algunas personas. De entre ellas destacaban un grupo de dos hombres, una mujer que lloraba desconsoladamente, y un niño que debía tener no más de seis años. Se trataba, probablemente, de amigos o familiares del muerto. La dama, que tenía el vestido manchado de sangre y se limpiaba de tanto en tanto las lágrimas con un pañuelo azul claro, era la que había estado sentada junto al asesinado.