12/11/2016, 16:48
Akame escuchó, paciente pero en guardia, las explicaciones que les daba aquella joven espía. Todo parecía bastante confuso, pero tras realizar una sencilla cadena de sellos, la muchacha acabó transformándose en el tipo paliducho y de ojos fríos que se había sentado a su lado durante la representación de Rokuro Hei. El Uchiha asintió entonces, encajando las piezas del puzzle.
—Vaya, así que eras tú. Sí, te recuerdo —admitió, esperando así tranquilizar a Katomi, que parecía a punto de recurrir a la violencia—. Supongo que yo debería haber escogido un disfraz mejor.
El haberse hengeado en una versión adulta de sí mismo había sido más un chiste que una verdadera táctica de camuflaje, de modo que no le extrañó en absoluto que aquella muchacha le reconociese. «Aunque eso deja clara una cosa... Es ninja. No reconozco su rostro, ¿será de Amegakure? ¿O quizás de Uzushiogakure? El Remolino está demasiado lejos, pero la fama del maestro Rokuro es tal que no me extrañaría que hubiese llegado hasta Uzu no Kuni».
De cualquier modo, lo que más le interesaba al Uchiha era aquel tipo del que hablaba la chica —el de la bufanda roja—. Pese a que no tenía motivos para desconfiar —o confiar— en la kunoichi, Akame optó por darle la razón a Katomi con un asentimiento de cabeza. Por allí no había pasado nadie más que ellos dos. Conciliador, el de Inaka alzó ambas manos mientras sus ojos recobraban su color azabache habitual.
—Creo que es mejor si todos nos calmamos —concluyó el Uchiha—. Sin duda lo que hemos presenciado esta noche es un suceso de lo más extraño. ¿Un muerto vivo? Imposible, pienso yo. Pero, claramente, aquí hay gato encerrado.
» Katomi y yo nos dirigíamos hacia la posada en la que me hospedo para hablar del caso con tranquilidad y una buena taza de té caliente. ¿Qué te parece si nos acompañas, kunoichi-kun? Quizás ese tipo del que hablas pueda ayudarnos a resolver este misterio.
Con la agilidad de un gato, Yota trepó hasta el tejado de la taberna de Hogo el Gordo, y desde allí trató de seguir a la viuda y su hijo. Las calles eran estrechas y oscuras —salvo por la luz de alguna farola ocasional— y no le resultó nada fácil; incluso llegó a perderlos en un par de ocasiones. Cuanto más se alejaban de la zona, más cambiaba el paisaje: del entramado de callejones y pequeñas plazas de los alrededores de la taberna, a calles largas y bien cuidadas, casas de dos y tres plantas y guardias patrullando la noche. De repente Yota se vio en un barrio visiblemente más lujoso —o mejor dicho no tan empobrecido— como aquel en el que estaba la taberna del Gordo.
Finalmente madre e hijo se detuvieron ante una casa de dos plantas, bastante bien cuidada y muy bonita. En la fachada principal había dos ventanas correspondientes al primer piso, y una en el segundo. La mujer abrió al puerta entre sollozos y luego entró acompañada de su hijo.
Pese a que vivían en un barrio pudiente, aquella familia no parecía pertenecer a la nobleza, ni por lejos. Lo cual, dicho sea de paso, podía parecerle del todo sospechoso a más de un ninja avispado.
—Vaya, así que eras tú. Sí, te recuerdo —admitió, esperando así tranquilizar a Katomi, que parecía a punto de recurrir a la violencia—. Supongo que yo debería haber escogido un disfraz mejor.
El haberse hengeado en una versión adulta de sí mismo había sido más un chiste que una verdadera táctica de camuflaje, de modo que no le extrañó en absoluto que aquella muchacha le reconociese. «Aunque eso deja clara una cosa... Es ninja. No reconozco su rostro, ¿será de Amegakure? ¿O quizás de Uzushiogakure? El Remolino está demasiado lejos, pero la fama del maestro Rokuro es tal que no me extrañaría que hubiese llegado hasta Uzu no Kuni».
De cualquier modo, lo que más le interesaba al Uchiha era aquel tipo del que hablaba la chica —el de la bufanda roja—. Pese a que no tenía motivos para desconfiar —o confiar— en la kunoichi, Akame optó por darle la razón a Katomi con un asentimiento de cabeza. Por allí no había pasado nadie más que ellos dos. Conciliador, el de Inaka alzó ambas manos mientras sus ojos recobraban su color azabache habitual.
—Creo que es mejor si todos nos calmamos —concluyó el Uchiha—. Sin duda lo que hemos presenciado esta noche es un suceso de lo más extraño. ¿Un muerto vivo? Imposible, pienso yo. Pero, claramente, aquí hay gato encerrado.
» Katomi y yo nos dirigíamos hacia la posada en la que me hospedo para hablar del caso con tranquilidad y una buena taza de té caliente. ¿Qué te parece si nos acompañas, kunoichi-kun? Quizás ese tipo del que hablas pueda ayudarnos a resolver este misterio.
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Con la agilidad de un gato, Yota trepó hasta el tejado de la taberna de Hogo el Gordo, y desde allí trató de seguir a la viuda y su hijo. Las calles eran estrechas y oscuras —salvo por la luz de alguna farola ocasional— y no le resultó nada fácil; incluso llegó a perderlos en un par de ocasiones. Cuanto más se alejaban de la zona, más cambiaba el paisaje: del entramado de callejones y pequeñas plazas de los alrededores de la taberna, a calles largas y bien cuidadas, casas de dos y tres plantas y guardias patrullando la noche. De repente Yota se vio en un barrio visiblemente más lujoso —o mejor dicho no tan empobrecido— como aquel en el que estaba la taberna del Gordo.
Finalmente madre e hijo se detuvieron ante una casa de dos plantas, bastante bien cuidada y muy bonita. En la fachada principal había dos ventanas correspondientes al primer piso, y una en el segundo. La mujer abrió al puerta entre sollozos y luego entró acompañada de su hijo.
Pese a que vivían en un barrio pudiente, aquella familia no parecía pertenecer a la nobleza, ni por lejos. Lo cual, dicho sea de paso, podía parecerle del todo sospechoso a más de un ninja avispado.