El chico fue el último en pronunciar palabra, dando a conocer que no pensaba insistir en su inocencia o en resolver la cuestión en sí del muerto vivo. Lástima, lo que podía haber sido una alianza entre aldeas en pos de resolver un extraño caso no quedó en mas que dudas y sospechas. Pero... ¿quién iba a decidir qué era mejor o qué era peor? No había ningún auténtico líder, cada cuál iba por su cuenta, y sospechaba del resto —Como cualquier persona en su sano juicio haría— en un mundo de ninjas, mantener la guardia puede hacerte vivir un día más.
Los tres se dieron la vuelta casi al unísono, aunque curiosamente la peliblanca miraba hacia una de las paredes en vez de hacia el final del callejón. Realizó el sello del carnero a una mano, y su cuerpo se vio envuelto por un fuerte torrente de llamas. El fuego engulló su silueta en un abrir y cerrar de ojos, menos de lo que se tarda en pestañear. La llamarada no tardó tampoco demasiado en desvanecerse, y allí no quedó nada, ni un simple suspiro de la chica de cabellera color nieve.
«Cara el chico... cruz la chica...»
Una moneda surcó el aire, giró numerosas veces, y terminó cayendo en la palma de una mano zurda. Justo tras ello, la diestra de ese mismo cuerpo tapó el resultado, y tras escasos segundos la zurda se dirigió hacia el dorso de la diestra, portando el resultado bajo la misma.
—Cruz... —Confesó la peliblanca en un inaudible susurro.
Sin arrimarse al borde demasiado, y oculta como bien podía esperarse de una kunoichi, la chica se dispuso a seguir los pasos de su compañera de aldea. Por mucho que tuviese su misma banda, no se fiaba de ella, al igual que no lo hacía del otro... pero la suerte había hablado.
Ablandó su pisada a base de chakra, así como lo usó para acoplarse con ahínco a la superficie, y desvirtuó su silueta agazapándose. No era una experta en eso de seguir a hurtadillas a la gente, pero nunca es tarde para aprender. Por suerte o desgracia, ahora mismo tenía la ventaja de la altura, y el hecho de que había dado a entender que pasaba del tema. Lejos de ello, se encontraba en plena acción. La luna era la única testigo de su verdad, de su decisión. Ahora con paso firme, y sigiloso, no dejaría atrás a su presa; Ayame, la jinchuriki.
Los tres se dieron la vuelta casi al unísono, aunque curiosamente la peliblanca miraba hacia una de las paredes en vez de hacia el final del callejón. Realizó el sello del carnero a una mano, y su cuerpo se vio envuelto por un fuerte torrente de llamas. El fuego engulló su silueta en un abrir y cerrar de ojos, menos de lo que se tarda en pestañear. La llamarada no tardó tampoco demasiado en desvanecerse, y allí no quedó nada, ni un simple suspiro de la chica de cabellera color nieve.
«Cara el chico... cruz la chica...»
Una moneda surcó el aire, giró numerosas veces, y terminó cayendo en la palma de una mano zurda. Justo tras ello, la diestra de ese mismo cuerpo tapó el resultado, y tras escasos segundos la zurda se dirigió hacia el dorso de la diestra, portando el resultado bajo la misma.
—Cruz... —Confesó la peliblanca en un inaudible susurro.
Sin arrimarse al borde demasiado, y oculta como bien podía esperarse de una kunoichi, la chica se dispuso a seguir los pasos de su compañera de aldea. Por mucho que tuviese su misma banda, no se fiaba de ella, al igual que no lo hacía del otro... pero la suerte había hablado.
Ablandó su pisada a base de chakra, así como lo usó para acoplarse con ahínco a la superficie, y desvirtuó su silueta agazapándose. No era una experta en eso de seguir a hurtadillas a la gente, pero nunca es tarde para aprender. Por suerte o desgracia, ahora mismo tenía la ventaja de la altura, y el hecho de que había dado a entender que pasaba del tema. Lejos de ello, se encontraba en plena acción. La luna era la única testigo de su verdad, de su decisión. Ahora con paso firme, y sigiloso, no dejaría atrás a su presa; Ayame, la jinchuriki.