5/12/2016, 01:03
—Tengo mi propio equipaje. Comida en lata y agua, principalmente... Una fiambrera con pizza también, que no falte —respondió Daruu, y Ayame no pudo evitar soltar una risilla. Había comenzado a conocer a su compañero de equipo lo suficiente como para intuir su obsesión por la pizza—. Y una bolsa con bollitos. Mi madre ha insistido.
—Bien.
En aquella ocasión, fue a Kōri a quien le destellaron fugazmente los ojos. Aunque a Ayame no se le escapó el brevísimo segundo en el que sus ojos escarchados se dirigieron hacia su propia mochila en un sospechoso movimiento que le hizo torcer el gesto.
—¡Estoy listo! —exclamó Daruu, después de echarse la mochila a la espalda.
Los tres comenzaron su viaje. Tras atravesar el puente que unía Amegakure con el resto del mundo, bordearon el lago siguiendo la orilla y se encaminaron hacia el noroeste, dejando la tenue luz del Sol que iluminaba entre las nubes a su derecha, casi a sus espaldas. Sin embargo, la lluvia seguía cayendo sobre ellos de manera inclemente cuando se adentraron en los Campos de la Tormenta con la hierba hasta las rodillas. Kōri, embutido en su capa de viaje blanca como la nieve, terminó por echarse la capucha por encima de su cabeza. Ayame no lo hizo, ni siquiera parecía sentir el agua cayendo sobre ella.
—Oye, Kōri-sensei —intervino Daruu, al cabo de un rato—. Hemos venido preparados, pero... ¿Realmente vamos a tener que acampar? Coladragón sólo está a medio día de camino, y es bastante temprano. Podríamos alojarnos allí, si la misión nos lleva más de un día. Y por la ruta que hacemos está Shinogi-To, si no me equivoco. Ahí también hay alojamiento, ¿no?
Kōri tardó algunos instantes en responder. Pero, cuando lo hizo, tenía sus ojos clavados en el cielo.
—No te falta razón, Daruu-kun —admitió, con su voz desangelada, antes de continuar—: Pero si hay algo que he aprendido a lo largo de mi vida como shinobi es a no subestimar a nadie... ni a nada.
Una nueva pausa, y un rayo cruzó como una cicatriz el cielo.
—Podría pasar cualquier cosa que nos retrasara. Una tormenta convertida en un aguacero que nos impidiera continuar... unos simples bandidos... otros shinobi...
—¿Tendremos que combatir contra otros ninja? —preguntó Ayame, y aunque intentó ocultarlo, el temor caló su voz como el agua que calaba en sus ropas.
—No debería ser necesario. Es una misión de rango C, después de todo. Pero, como ya he dicho, es mejor no confiarse.
Continuaron su camino, invadidos por un gélido silencio. Y hacia el mediodía llegaron a Shinogi-To. La hierba dio paso a la piedra y el espacio abierto se convirtió en un entresijo de edificios construidos con más piedra y algo de madera. La tormenta había cobrado fuerza en los últimos kilómetros, y Kōri guió a los dos chicos por las laberínticas calles de la ciudad hasta detenerse frente a una taberna. "El Fideo Feliz" rezaba el cartel de la entrada. Aunque, cuando entraron, se dieron cuenta de que el local era de todo menos feliz. La taberna era un antro oscuro y no demasiado limpio. En lugar de las animadas voces que se solían escuchar en otros locales de tal calibre, los tres sólo recibieron la mirada afilada y huraña de los que ya estaban dentro. Ayame se quedó paralizada en el sitio, pero Kōri la agarró del hombro y la empujó hacia la mesa libre más cercana.
—Pararemos aquí a comer algo. Ante todo no miréis a nadie. No estamos para meternos en líos —les advirtió a ambos chicos.
—Bien.
En aquella ocasión, fue a Kōri a quien le destellaron fugazmente los ojos. Aunque a Ayame no se le escapó el brevísimo segundo en el que sus ojos escarchados se dirigieron hacia su propia mochila en un sospechoso movimiento que le hizo torcer el gesto.
—¡Estoy listo! —exclamó Daruu, después de echarse la mochila a la espalda.
Los tres comenzaron su viaje. Tras atravesar el puente que unía Amegakure con el resto del mundo, bordearon el lago siguiendo la orilla y se encaminaron hacia el noroeste, dejando la tenue luz del Sol que iluminaba entre las nubes a su derecha, casi a sus espaldas. Sin embargo, la lluvia seguía cayendo sobre ellos de manera inclemente cuando se adentraron en los Campos de la Tormenta con la hierba hasta las rodillas. Kōri, embutido en su capa de viaje blanca como la nieve, terminó por echarse la capucha por encima de su cabeza. Ayame no lo hizo, ni siquiera parecía sentir el agua cayendo sobre ella.
—Oye, Kōri-sensei —intervino Daruu, al cabo de un rato—. Hemos venido preparados, pero... ¿Realmente vamos a tener que acampar? Coladragón sólo está a medio día de camino, y es bastante temprano. Podríamos alojarnos allí, si la misión nos lleva más de un día. Y por la ruta que hacemos está Shinogi-To, si no me equivoco. Ahí también hay alojamiento, ¿no?
Kōri tardó algunos instantes en responder. Pero, cuando lo hizo, tenía sus ojos clavados en el cielo.
—No te falta razón, Daruu-kun —admitió, con su voz desangelada, antes de continuar—: Pero si hay algo que he aprendido a lo largo de mi vida como shinobi es a no subestimar a nadie... ni a nada.
Una nueva pausa, y un rayo cruzó como una cicatriz el cielo.
—Podría pasar cualquier cosa que nos retrasara. Una tormenta convertida en un aguacero que nos impidiera continuar... unos simples bandidos... otros shinobi...
—¿Tendremos que combatir contra otros ninja? —preguntó Ayame, y aunque intentó ocultarlo, el temor caló su voz como el agua que calaba en sus ropas.
—No debería ser necesario. Es una misión de rango C, después de todo. Pero, como ya he dicho, es mejor no confiarse.
Continuaron su camino, invadidos por un gélido silencio. Y hacia el mediodía llegaron a Shinogi-To. La hierba dio paso a la piedra y el espacio abierto se convirtió en un entresijo de edificios construidos con más piedra y algo de madera. La tormenta había cobrado fuerza en los últimos kilómetros, y Kōri guió a los dos chicos por las laberínticas calles de la ciudad hasta detenerse frente a una taberna. "El Fideo Feliz" rezaba el cartel de la entrada. Aunque, cuando entraron, se dieron cuenta de que el local era de todo menos feliz. La taberna era un antro oscuro y no demasiado limpio. En lugar de las animadas voces que se solían escuchar en otros locales de tal calibre, los tres sólo recibieron la mirada afilada y huraña de los que ya estaban dentro. Ayame se quedó paralizada en el sitio, pero Kōri la agarró del hombro y la empujó hacia la mesa libre más cercana.
—Pararemos aquí a comer algo. Ante todo no miréis a nadie. No estamos para meternos en líos —les advirtió a ambos chicos.