12/01/2017, 01:23
(Última modificación: 12/01/2017, 16:40 por Aotsuki Ayame.)
Kazeyōbi, 12 de Bienvenida del año 217
—No apta... —volvió a repetir, tal y como había hecho ella misma minutos antes, con sus ojos afilados clavados en la hoja de papel que sujetaban sus tensas manos.
Ella se mantenía en su posición a duras penas. Con la mirada hundida en el suelo, las lágrimas sapicando sus propios pies, los hombros hundidos y los puños apretados en un vano intento de controlar los temblores que sacudían su cuerpo.
—¿Qué cojones significa esto, Ayame? —exclamó Zetsuo, sacudiendo la hoja donde estaban grabadas sus pésimas calificaciones en el examen de genin delante de su cara.
Sin embargo, Ayame era incapaz de responder. Tenía la garganta atenazada por un duro nudo que le impedía articular palabra alguna sin romper a sollozar a viva voz. Pero su padre no era un hombre que se apiadara ante gestos así. Más bien al contrario.
—¡RESPÓNDEME, NIÑA! —gritó, enfurecido, y Ayame dejó escapar un gemido cuando sintió sus férreos dedos cerrarse en torno a su brazo—. ¡¿A qué cojones te has dedicado estos meses, eh?! Tus profesores ya me advirtieron que tu rendimiento estaba cayendo, ¡¡pero nunca pude imaginar algo tan vergonzoso como esto!! ¡Ni la caminata vertical, ni caminar sobre el agua, ni un simple clon! ¡NI SIQUIERA EL LANZAMIENTO DE SHURIKEN!
Ayame cerró los ojos, incapaz de contener el llanto por más tiempo, y un sollozo escapó de su garganta cuando su padre volvió a zarandearla.
—¡Ayame! ¿Me estás escuchando, niña? ¡Mírame cuando te hablo!
Pero ella se negaba en rotundo a mirarle. No podía mirarle a los ojos, simplemente no podía hacerlo. Si lo hacía, su padre vería mucho más allá de ella... Vería... Vería... Ayame negó enérgicamente con la cabeza, y aquello sólo encendió la ira de su padre.
—¡MÍRAME!
—¡NO!
Los dedos de Zetsuo se cerraron bruscamente sobre sí mismos cuando el brazo de Ayame estalló como un globo lleno de agua. En apenas un parpadeo, Ayame se había librado del agarre de su padre utilizando su habilidad para licuar su propio cuerpo, se había dado media vuelta y había escapado de su propia casa a todo correr.
—¡AYAME, VUELVE AQUÍ! —oyó tras su espalda, pero Ayame no se detuvo.
Bajó a toda velocidad las escaleras y salió del edificio como un relámpago. Corrió. Corrió como nunca antes lo había hecho. Sollozando con todas sus fuerzas. Con la eterna lluvia cayendo sobre ella y mezclándose con sus propias lágrimas. Ni siquiera sabía adónde se dirigía. En más de una ocasión tuvo que esquivar en el último segundo a algún viandante despistado. Y en otras más terminó chocando inevitablemente antes de caer y reincorporarse casi en el mismo momento. No se disculpaba. Seguía corriendo con todas sus fuerzas. Nada le importaba. Sólo quería correr y correr hasta desfallecer. Alejarse todo lo que pudiera de su casa, de su hogar... de su padre. Apenas se dio cuenta de que estaba llegando a las afueras de la aldea hasta que fue consciente de que los edificios y los rascacielos fueron sustituyéndose paulatinamente por pinos y más árboles.
—¡AH!
Un fuerte golpe le cortó la respiración y la tiró hacia atrás con un resuello. Confundida y aturdida, Ayame aún tardó algunos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo su primera reacción fue ajustarse la cinta de tela azul que llevaba sobre la frente para asegurar que la marca de nacimiento siguiera oculta.
—Lo... siento... —trató de pronunciar, sin aliento, antes de alzar la mirada hacia su desafortunada víctima.