15/01/2017, 16:34
Era cerca de mediodía, y el Sol de Primavera pegaba con fuerza sobre Uzushiogakure. La Aldea era un espectáculo digno de ver en aquella época del año, cuando los árboles florecían tiñendo el Remolino con su color rosado. Especialmente impresionante era el Jardín de los Cerezos, famoso en todo Oonindo —incluso aunque la mayoría de los que oían de su belleza no pudieran llegar a verlo nunca, al no pertenecer a la Villa—. Akame había oído aquellas historias, y por eso mismo nada más graduarse en la Academia de las Olas y obtener su bandana de shinobi, pasaba cuanto tiempo libre tenía entre aquellos árboles.
Tal paisaje le transmitía una gran calma y templanza, tan necesarias en su particular misión.
Sin embargo, con el tiempo le había ido cogiendo tanto cariño a aquel lugar que, en Primavera, adoptó el hábito de pasar en el Jardín casi el día entero. Llegaba temprano, por la mañana, y leía algunos de sus muchos libros mientras desayunaba bajo la sombra de un cerezo. Luego entrenaba, almorzaba en alguno de los puestos ambulantes que preparaban ramen o pasteles de carne, y seguía entrenando durante la tarde. Aquella rutina se había convertido en un pequeño placer diario para el Uchiha.
Por eso mismo, aquel día se encontraba entrenando en una de las amplias plazas de piedra gris que se podían encontrar aquí y allá en el Jardín de los Cerezos. Vestía con sencillez; camiseta blanca de mangas largas, abierta en el pecho, pantalones militares de color negro y cortos —por encima de la rodilla— y sandalias ninja. Algunas de sus articulaciones estaban vendadas. Sus ojos, oscuros como la pizarra, se mantenían fijos en algún punto delante suya mientras practicaba golpes de Taijutsu.
El resto de sus pertenencias, junto con su bandana de Uzushiogakure, descansaban al pie de uno de los cerezos que rodeaban la pequeña plaza.
Tal paisaje le transmitía una gran calma y templanza, tan necesarias en su particular misión.
Sin embargo, con el tiempo le había ido cogiendo tanto cariño a aquel lugar que, en Primavera, adoptó el hábito de pasar en el Jardín casi el día entero. Llegaba temprano, por la mañana, y leía algunos de sus muchos libros mientras desayunaba bajo la sombra de un cerezo. Luego entrenaba, almorzaba en alguno de los puestos ambulantes que preparaban ramen o pasteles de carne, y seguía entrenando durante la tarde. Aquella rutina se había convertido en un pequeño placer diario para el Uchiha.
Por eso mismo, aquel día se encontraba entrenando en una de las amplias plazas de piedra gris que se podían encontrar aquí y allá en el Jardín de los Cerezos. Vestía con sencillez; camiseta blanca de mangas largas, abierta en el pecho, pantalones militares de color negro y cortos —por encima de la rodilla— y sandalias ninja. Algunas de sus articulaciones estaban vendadas. Sus ojos, oscuros como la pizarra, se mantenían fijos en algún punto delante suya mientras practicaba golpes de Taijutsu.
El resto de sus pertenencias, junto con su bandana de Uzushiogakure, descansaban al pie de uno de los cerezos que rodeaban la pequeña plaza.