7/06/2015, 18:07
Tinininí, tinininí. Tinininí, tinininí. Tínininí, tininiPLASCA.
«Vaya por Dios, otro despertador roto» —pensó Daruu mientras se restregaba los ojos para poder abrirlos. Definitivamente, tenía un problema con los despertadores. Algo dentro de él los golpeaba fuertemente cuando aún no se había despertado. Era acertado decir que se despertaba por el ruido que hacían al caer al suelo en lugar del de la alarma.
Abrió el primer cajón de la mesita de noche y sacó un pequeño reloj de bolsillo plateado para ver la hora —en el despertador, imposible ya—. «Aún queda una hora, bien. Puedo ir con tranquilidad».
Su habitación tenía las paredes pintadas de color azul. En la pared con la gran ventana que daba a la calle, tapada por cortinas verdes, estaba pegada la cama de sábanas blancas, que no se había molestado en hacer. «Mamá me echará la bronca, como siempre... Pero esta vez tengo excusa, tengo que estar allí pronto. Sí, eso». En la pared de enfrente estaba la puerta. En la de la derecha de la puerta, una estantería llena de libros, cómics, y una pantalla con la que jugar a los primitivos "videojuegos" de Ame y ver cintas de vídeo. En la pared contraria a esa, había un escritorio de estudio... y de elaboración de masas. Para él. Para su madre eso era un sacrilegio. Al lado del escritorio, el armario de donde sacó el uniforme para vestirse.
Pasó un tiempo arreglándose el pelo —si no tardase tanto sin duda podría haber hecho la cama también— y recorrió desde el baño hasta la puerta, pasando por el salón, para salir de casa. La puerta daba a un pequeño rellano, que daba a su vez a una escalera que descendía hasta la Pastelería de Kiroe-chan.
Aún no había abierto, pero como siempre su madre, Amedama Kiroe, ya estaba preparando en las cocinas los primeros bollos de vainilla y canela de la mañana.
—¡Buenos días, cariño! —le dijo con una sonrisa en el rostro—. ¿Cómo has dormido?
—Regular. —Estaba un poco arrepentido de haber saltado así frente a Kori. No solía ser así, en realidad era alguien bastante tranquilo, y se tomaba las obligaciones con la Academia con un poco más de seriedad. Pero ya no había manera de arreglarlo, así que intentaría dar una mejor impresión a su sensei y a sus compañeros el día de hoy—. Pero no importa. ¿Tienes mi desayuno?
—Tengooooooo... —Se hizo la misteriosa—. ¡Cuatro desayunos, tachaaaaán!
Siempre le dejaba un bollito de la primera hornada para él, pero esta vez le había tendido cuatro bolsas. Una para cada uno de sus compañeros, una para su profesor —a quien sin duda le encantaría el regalo— y otra para sí mismo. Daruu suspiró y cogió las bolsas.
—Ay, madre... Voy a hacer el ridículo, voy a parecer un pelota. ¡Además, Reiji no puede comer bollitos!
—¿Está a dieta? —Su madre torció el gesto, curiosa.
—Esto... No, es que... Es difícil de explicar. Bueno, yo se lo llevo, él que haga lo que quiera con él. ¡Hasta luego!
—¡Aaaadiooós!
En el perchero de la entrada de la tienda siempre habían dos túnicas negras impermeables. Daruu se echó una por encima y la utilizó para cubrir las bolsas de plástico mientras caminaba entre la tormenta interminable de Amegakure. Echó un vistazo al reloj. No quedaba mucho para la hora citada, pero llegaría bien.
En efecto, llegó al lugar cuando aún quedaban diez minutos, y aún así, ya estaban todos allí. «Joder, qué prisa tienen» —pensó, y se plantó delante de ellos con una afable sonrisa.
—Buenos días, Reiji, Ayame, Kori-sensei.
Acto seguido, se adelantó hasta sus dos compañeros y les tendió a cada uno de ellos una de las bolsas con un bollito de vainilla. Finalmente, se acercó a su profesor con timidez y le tendió el tercero.
Se colocó al lado de sus compañeros y le dio un bocado al suyo.
—Son de parte de mi madre —explicó—. Reiji, ya sé que no puedes comerlo, pero me insistió. Dáselo a tu padre, o algo, no sé.
«Vaya por Dios, otro despertador roto» —pensó Daruu mientras se restregaba los ojos para poder abrirlos. Definitivamente, tenía un problema con los despertadores. Algo dentro de él los golpeaba fuertemente cuando aún no se había despertado. Era acertado decir que se despertaba por el ruido que hacían al caer al suelo en lugar del de la alarma.
Abrió el primer cajón de la mesita de noche y sacó un pequeño reloj de bolsillo plateado para ver la hora —en el despertador, imposible ya—. «Aún queda una hora, bien. Puedo ir con tranquilidad».
Su habitación tenía las paredes pintadas de color azul. En la pared con la gran ventana que daba a la calle, tapada por cortinas verdes, estaba pegada la cama de sábanas blancas, que no se había molestado en hacer. «Mamá me echará la bronca, como siempre... Pero esta vez tengo excusa, tengo que estar allí pronto. Sí, eso». En la pared de enfrente estaba la puerta. En la de la derecha de la puerta, una estantería llena de libros, cómics, y una pantalla con la que jugar a los primitivos "videojuegos" de Ame y ver cintas de vídeo. En la pared contraria a esa, había un escritorio de estudio... y de elaboración de masas. Para él. Para su madre eso era un sacrilegio. Al lado del escritorio, el armario de donde sacó el uniforme para vestirse.
Pasó un tiempo arreglándose el pelo —si no tardase tanto sin duda podría haber hecho la cama también— y recorrió desde el baño hasta la puerta, pasando por el salón, para salir de casa. La puerta daba a un pequeño rellano, que daba a su vez a una escalera que descendía hasta la Pastelería de Kiroe-chan.
Aún no había abierto, pero como siempre su madre, Amedama Kiroe, ya estaba preparando en las cocinas los primeros bollos de vainilla y canela de la mañana.
—¡Buenos días, cariño! —le dijo con una sonrisa en el rostro—. ¿Cómo has dormido?
—Regular. —Estaba un poco arrepentido de haber saltado así frente a Kori. No solía ser así, en realidad era alguien bastante tranquilo, y se tomaba las obligaciones con la Academia con un poco más de seriedad. Pero ya no había manera de arreglarlo, así que intentaría dar una mejor impresión a su sensei y a sus compañeros el día de hoy—. Pero no importa. ¿Tienes mi desayuno?
—Tengooooooo... —Se hizo la misteriosa—. ¡Cuatro desayunos, tachaaaaán!
Siempre le dejaba un bollito de la primera hornada para él, pero esta vez le había tendido cuatro bolsas. Una para cada uno de sus compañeros, una para su profesor —a quien sin duda le encantaría el regalo— y otra para sí mismo. Daruu suspiró y cogió las bolsas.
—Ay, madre... Voy a hacer el ridículo, voy a parecer un pelota. ¡Además, Reiji no puede comer bollitos!
—¿Está a dieta? —Su madre torció el gesto, curiosa.
—Esto... No, es que... Es difícil de explicar. Bueno, yo se lo llevo, él que haga lo que quiera con él. ¡Hasta luego!
—¡Aaaadiooós!
En el perchero de la entrada de la tienda siempre habían dos túnicas negras impermeables. Daruu se echó una por encima y la utilizó para cubrir las bolsas de plástico mientras caminaba entre la tormenta interminable de Amegakure. Echó un vistazo al reloj. No quedaba mucho para la hora citada, pero llegaría bien.
En efecto, llegó al lugar cuando aún quedaban diez minutos, y aún así, ya estaban todos allí. «Joder, qué prisa tienen» —pensó, y se plantó delante de ellos con una afable sonrisa.
—Buenos días, Reiji, Ayame, Kori-sensei.
Acto seguido, se adelantó hasta sus dos compañeros y les tendió a cada uno de ellos una de las bolsas con un bollito de vainilla. Finalmente, se acercó a su profesor con timidez y le tendió el tercero.
Se colocó al lado de sus compañeros y le dio un bocado al suyo.
—Son de parte de mi madre —explicó—. Reiji, ya sé que no puedes comerlo, pero me insistió. Dáselo a tu padre, o algo, no sé.