10/06/2015, 16:51
El silencio inundó el ambiente tras su llegada. Era un silencio frío, tenso... tan tenso que podría llegar a cortarse con el filo de un kunai.
Ayame, que se había visto privada de su deseo de hablar con Kōri a solas, se limitó a sentarse sobre el césped junto a Reiji con cierta timidez y le cubrió a él también con el paraguas que aún llevaba consigo. Pero no volvió a abrir la boca, se mantuvo con la mirada fija en el suelo mientras su mano libre jugueteaba distraídamente arrancando las briznas de hierba que encontraban sus dedos. Los veinte minutos que se sucedieron antes de la llegada de Daruu le resultaron interminables, y su hermano no era realmente elocuente, por lo que se mantuvo sumergido él también en aquel gélido silencio.
Aunque debía admitir que ella tampoco lo era.
«Menos mal, al fin.» Suspiró, profundamente aliviada, cuando divisó los relucientes cabellos del shinobi en la lejanía. Aunque pronto reparó en las bolsas con las que cargaba, y la muchacha ladeó la cabeza con curiosidad.
—Buenos días, Daruu-san. ¿Qué es...? —comenzó a preguntar, con una radiante sonrisa, pero antes de que pudiera terminar le tendió una de ellas. Un delicioso aroma, dulce y cálido al mismo tiempo, la envolvió de manera embriagadora, y Ayame se vio obligada a tragar saliva. Cuando miró en el interior de la bolsa, los ojos de Ayame se abrieron de par en par antes de dirigir una significativa mirada a Kōri.
Su hermano también había recibido una de aquellas bolsas, y una chispa de emoción derritió momentáneamente su mirada de escarcha.
—Gracias, Daruu-kun.
—¡Estos son los bollitos que nunca me dejas probar! ¡Me dijiste que estabas en una misión de inspección de calidad porque se creía que estaban contaminados! —exclamó Ayame, súbitamente airada. Pero Kōri le restó importancia al asunto con una floritura de su mano libre, que volvió a tintinear de aquella manera tan peculiar. Estaba demasiado ocupado devorando el bollo como para responderla con palabras—. Serás... —masculló, hinchando los mofletes. Terminó por volverse a Daruu, haciéndole señas para que fuera a refugiarse de la lluvia bajo su paraguas—. Pero muchas gracias, Daruu-san.
Probó al fin el dulce pecado, y una vorágine de sabores inundó su paladar. La muchacha gimió interiormente, nunca en su vida había probado algo tan delicioso. Aunque seguramente estarían más ricos aún con un toque de chocolate. Por un momento sintió lástima de Reiji, que era incapaz de probar alimento alguno aparte de la sangre.
—Bueno, se acabó el almuerzo —sin pedir ningún tipo de permiso, Kōri tomó la bolsa que contenía el bollo de Reiji y que había estado ofreciendo a los demás, y volvió a su lugar junto al dique de bloques de roca—. Tendréis que ganaros este último bocado, pero vayamos a lo que nos toca.
Con un vago movimiento de su mano diestra, Kōri lanzó dos pequeños objetos que rebotaron en el césped un par de veces, produciendo aquel delicado tintineo que tanto había intrigado a Ayame, antes de quedar justo enfrente de los tres genin.
—Vamos a jugar al escondite —comenzó a explicar, y la muchacha le dirigió una mirada cargada de extrañeza—. Pero las reglas no son las convencionales: Contaré hasta diez y seré yo quien os busque, pero para ganar el juego tendréis que mantener con vosotros al menos un cascabel durante la hora que durará la prueba. Aquel, o aquellos, que no logren conservar el cascabel serán devueltos a la academia, así que más os vale esconderos bien para que no os descubra...
—Pero... Kōri...-sensei... Aquí sólo hay dos cascabeles.
Un nuevo silencio inundó el ambiente, el silencio de la espera. Y, cuando Kōri respondió al cabo de algunos segundos, a Ayame le pareció discernir una fugaz sonrisa.
—Exacto —el hombre de hielo se separó del dique, con aquel semblante impenetrable—. Una cosa más, no podéis ir más allá del círculo del bosque. Y con esto...
Se dio media vuelta.
—Uno...
Una capa de escarcha comenzó a extenderse desde los mismos pies de Kōri. El hielo se arrastraba perezosamente por la hierba hacia ellos, como si pretendiera alcanzarlos.
—Dos.
Ayame dejó caer el paraguas a toda prisa y se reincorporó como si hubiese sufrido una descarga eléctrica.
—Tres.
Sus ojos se clavaron en los dos cascabeles que seguían en el suelo, pero retrocedió un paso. No sería ella quien condenara a sus compañeros al suspenso.
—Cuatro.
Pero de verdad quería, necesitaba aprobar. Si no lo hacía tendría que volver a la academia y enfrentarse a...
—Cinco.
Alzó la mirada, y fue la primera que se dio cuenta de algo más: Kōri tenía enganchado a la altura de la cintura otro cascabel. Tan cerca de su mano derecha...
¿Qué podía hacer? Dirigió una desesperada mirada a sus dos compañeros.
Ayame, que se había visto privada de su deseo de hablar con Kōri a solas, se limitó a sentarse sobre el césped junto a Reiji con cierta timidez y le cubrió a él también con el paraguas que aún llevaba consigo. Pero no volvió a abrir la boca, se mantuvo con la mirada fija en el suelo mientras su mano libre jugueteaba distraídamente arrancando las briznas de hierba que encontraban sus dedos. Los veinte minutos que se sucedieron antes de la llegada de Daruu le resultaron interminables, y su hermano no era realmente elocuente, por lo que se mantuvo sumergido él también en aquel gélido silencio.
Aunque debía admitir que ella tampoco lo era.
«Menos mal, al fin.» Suspiró, profundamente aliviada, cuando divisó los relucientes cabellos del shinobi en la lejanía. Aunque pronto reparó en las bolsas con las que cargaba, y la muchacha ladeó la cabeza con curiosidad.
—Buenos días, Daruu-san. ¿Qué es...? —comenzó a preguntar, con una radiante sonrisa, pero antes de que pudiera terminar le tendió una de ellas. Un delicioso aroma, dulce y cálido al mismo tiempo, la envolvió de manera embriagadora, y Ayame se vio obligada a tragar saliva. Cuando miró en el interior de la bolsa, los ojos de Ayame se abrieron de par en par antes de dirigir una significativa mirada a Kōri.
Su hermano también había recibido una de aquellas bolsas, y una chispa de emoción derritió momentáneamente su mirada de escarcha.
—Gracias, Daruu-kun.
—¡Estos son los bollitos que nunca me dejas probar! ¡Me dijiste que estabas en una misión de inspección de calidad porque se creía que estaban contaminados! —exclamó Ayame, súbitamente airada. Pero Kōri le restó importancia al asunto con una floritura de su mano libre, que volvió a tintinear de aquella manera tan peculiar. Estaba demasiado ocupado devorando el bollo como para responderla con palabras—. Serás... —masculló, hinchando los mofletes. Terminó por volverse a Daruu, haciéndole señas para que fuera a refugiarse de la lluvia bajo su paraguas—. Pero muchas gracias, Daruu-san.
Probó al fin el dulce pecado, y una vorágine de sabores inundó su paladar. La muchacha gimió interiormente, nunca en su vida había probado algo tan delicioso. Aunque seguramente estarían más ricos aún con un toque de chocolate. Por un momento sintió lástima de Reiji, que era incapaz de probar alimento alguno aparte de la sangre.
—Bueno, se acabó el almuerzo —sin pedir ningún tipo de permiso, Kōri tomó la bolsa que contenía el bollo de Reiji y que había estado ofreciendo a los demás, y volvió a su lugar junto al dique de bloques de roca—. Tendréis que ganaros este último bocado, pero vayamos a lo que nos toca.
Con un vago movimiento de su mano diestra, Kōri lanzó dos pequeños objetos que rebotaron en el césped un par de veces, produciendo aquel delicado tintineo que tanto había intrigado a Ayame, antes de quedar justo enfrente de los tres genin.
—Vamos a jugar al escondite —comenzó a explicar, y la muchacha le dirigió una mirada cargada de extrañeza—. Pero las reglas no son las convencionales: Contaré hasta diez y seré yo quien os busque, pero para ganar el juego tendréis que mantener con vosotros al menos un cascabel durante la hora que durará la prueba. Aquel, o aquellos, que no logren conservar el cascabel serán devueltos a la academia, así que más os vale esconderos bien para que no os descubra...
—Pero... Kōri...-sensei... Aquí sólo hay dos cascabeles.
Un nuevo silencio inundó el ambiente, el silencio de la espera. Y, cuando Kōri respondió al cabo de algunos segundos, a Ayame le pareció discernir una fugaz sonrisa.
—Exacto —el hombre de hielo se separó del dique, con aquel semblante impenetrable—. Una cosa más, no podéis ir más allá del círculo del bosque. Y con esto...
Se dio media vuelta.
—Uno...
Una capa de escarcha comenzó a extenderse desde los mismos pies de Kōri. El hielo se arrastraba perezosamente por la hierba hacia ellos, como si pretendiera alcanzarlos.
—Dos.
Ayame dejó caer el paraguas a toda prisa y se reincorporó como si hubiese sufrido una descarga eléctrica.
—Tres.
Sus ojos se clavaron en los dos cascabeles que seguían en el suelo, pero retrocedió un paso. No sería ella quien condenara a sus compañeros al suspenso.
—Cuatro.
Pero de verdad quería, necesitaba aprobar. Si no lo hacía tendría que volver a la academia y enfrentarse a...
—Cinco.
Alzó la mirada, y fue la primera que se dio cuenta de algo más: Kōri tenía enganchado a la altura de la cintura otro cascabel. Tan cerca de su mano derecha...
¿Qué podía hacer? Dirigió una desesperada mirada a sus dos compañeros.