8/03/2017, 23:18
(Última modificación: 29/07/2017, 01:42 por Amedama Daruu.)
—Vale... —Daruu suspiró, aliviado. Ya se imaginaba a Ayame durmiendo debajo de un puente hasta que consiguiera aprobar el examen—. Pero no tengo dinero... lo poco que tenía me lo gasté en la comida en un puesto de ramen...
Daruu se giró y la observó con suspicacia. «Osea que, ni siquiera volvió a comer a casa.»
—Yo solo digo una cosa —dijo Daruu—. Como nos pille tu padre, igual te mata. Fíjate, que son las cinco y media pasadas y aún no estás allí. En fin...
Volvió a darse la vuelta y se rascó la cabeza. Suspiró.
—Venga, vamos para allá.
La Pastelería de Kiroe-chan, que en realidad hacía las veces de pastelería y cafetería —no de panadería, para eso mamá tendría que levantarse aún más temprano y eso no era algo para lo que estuviese dispuesta—, era una nota de color en el pentagrama gris del barrio residencial de las calles de Amegakure. No era como esos locales despampanantes con neones de tonalidades y brillos diversos, no: más bien un humilde ventanal de vidrio grabado con el símbolo de Amegakure y verjas blancas, un toldo rojo pastel y una puerta de madera.
Daruu abrió la puerta y les recibió aquella mezcla de olores, tan característica y tan poco sana que desprendía el repertorio de pasteles de Kiroe. Lo que vieron también tenía tonos agradables que recordaban a los bollos y los chocolates. El suelo estaba azulejado, en un patrón tipo ajedrez, con baldosas alternas de color caqui y marrón. Tanto las paredes como las mesas y sillas eran de madera ornamentada. A la izquierda quedaba la superficie de ocho metros cuadrados donde los clientes tomaban asiento, y a la derecha la barra, con un escaparate de productos. Detrás de la barra, habían múltiples botellas de cristal con licor de café, chocolate, botes de nata montada... Y al lado de esa estantería, dos puertas: una llevaba a la cocina, la otra subía por unas escaleras y llevaba a la casa de Daruu.
Kiroe tenía el trabajo al lado de casa, más concretamente, debajo. Eso, desde luego, aún sumaba más tiempo a su horario de sueño. Conveniente, ¿eh?
La madre de Daruu salía en estos momentos de la cocina.
—¡Hombre, pero si es mi Daruucín! ¿Qué tal? ¡Y viene con Ayame-chan! Llevaba tiempo sin verte, pequeñaja.
Kiroe era una mujer de mediana estatura, delgada y atlética. Era fuerte, porque durante muchos años había sido kunoichi, y de las buenas. Pese a sus treinta y cinco pasados, cualquiera diría que tenía la piel como una joven de veinte años. Su pelo, ligeramente ondulado por abajo y desordenado como el de Daruu por arriba, enmarcaban unos ojos púrpura intenso con una mirada misteriosa y juguetona. Y un poco cabrona.
—Ayame, tu padre ha pasado antes por aquí, preguntaba por ti. Parecía preocupado. ¿Pasa algo?
—¡Uy, qué raro! ¿No? —se apresuró a contestar Daruu, rápido. Su madre le miró con una sonrisa torcida, casi con malicia—. A lo mejor es por alguna tontería, no pasa nada. Estaba ayudando a Ayame a entrenar, mamá.
Kiroe miró a Ayame y puso un pequeño mohín.
—Venga, Ayame, seguro que tú puedes. Ánimo. —Kiroe siempre había sido muy lista y muy perspicaz, pero no hacía falta ser un zorro para ver que Ayame no llevaba bandana.
—Por favor, si viene no le digas nada, nosotros nos escondemos y ya está —suplicó Daruu, juntando las manos e inclinándose levemente.
—Oh, no me digas... —Kiroe se sonrojó y se tapó la boca con las manos—. ¿No será que vosotros estáis...?
—¡No, mamá, calla! ¡Tú prométemelo y ya está!
Su madre rió picajosamente y se dio la vuelta.
—Está bien, está bien... A ver, ¿qué vais a querer?
Daruu estaba rojo como un tomate y no sabía ni a donde mirar.
—Un... cof, cof. Un té chai con leche y un bollito de vainilla. Gracias, mamá. —Buscó una mesa apartada, donde pudieran ocultarse del padre de Ayame si volvía al local, y se sentó. Hizo una seña a Ayame y se tapó con la carta.
Kiroe tomó nota de lo que pidió Ayame y entró a la cocina. Se apoyó furtivamente en la puerta tras cerrarla, sonriendo con malicia, y se tapó la mano. Dejó escapar una risilla de demonio.
—Ju, ju, ju... Y se ponen en una mesa apartaditaaaa... Aquí hay tema, que lo sé yo.
Daruu se giró y la observó con suspicacia. «Osea que, ni siquiera volvió a comer a casa.»
—Yo solo digo una cosa —dijo Daruu—. Como nos pille tu padre, igual te mata. Fíjate, que son las cinco y media pasadas y aún no estás allí. En fin...
Volvió a darse la vuelta y se rascó la cabeza. Suspiró.
—Venga, vamos para allá.
···
La Pastelería de Kiroe-chan, que en realidad hacía las veces de pastelería y cafetería —no de panadería, para eso mamá tendría que levantarse aún más temprano y eso no era algo para lo que estuviese dispuesta—, era una nota de color en el pentagrama gris del barrio residencial de las calles de Amegakure. No era como esos locales despampanantes con neones de tonalidades y brillos diversos, no: más bien un humilde ventanal de vidrio grabado con el símbolo de Amegakure y verjas blancas, un toldo rojo pastel y una puerta de madera.
Daruu abrió la puerta y les recibió aquella mezcla de olores, tan característica y tan poco sana que desprendía el repertorio de pasteles de Kiroe. Lo que vieron también tenía tonos agradables que recordaban a los bollos y los chocolates. El suelo estaba azulejado, en un patrón tipo ajedrez, con baldosas alternas de color caqui y marrón. Tanto las paredes como las mesas y sillas eran de madera ornamentada. A la izquierda quedaba la superficie de ocho metros cuadrados donde los clientes tomaban asiento, y a la derecha la barra, con un escaparate de productos. Detrás de la barra, habían múltiples botellas de cristal con licor de café, chocolate, botes de nata montada... Y al lado de esa estantería, dos puertas: una llevaba a la cocina, la otra subía por unas escaleras y llevaba a la casa de Daruu.
Kiroe tenía el trabajo al lado de casa, más concretamente, debajo. Eso, desde luego, aún sumaba más tiempo a su horario de sueño. Conveniente, ¿eh?
La madre de Daruu salía en estos momentos de la cocina.
—¡Hombre, pero si es mi Daruucín! ¿Qué tal? ¡Y viene con Ayame-chan! Llevaba tiempo sin verte, pequeñaja.
Kiroe era una mujer de mediana estatura, delgada y atlética. Era fuerte, porque durante muchos años había sido kunoichi, y de las buenas. Pese a sus treinta y cinco pasados, cualquiera diría que tenía la piel como una joven de veinte años. Su pelo, ligeramente ondulado por abajo y desordenado como el de Daruu por arriba, enmarcaban unos ojos púrpura intenso con una mirada misteriosa y juguetona. Y un poco cabrona.
—Ayame, tu padre ha pasado antes por aquí, preguntaba por ti. Parecía preocupado. ¿Pasa algo?
—¡Uy, qué raro! ¿No? —se apresuró a contestar Daruu, rápido. Su madre le miró con una sonrisa torcida, casi con malicia—. A lo mejor es por alguna tontería, no pasa nada. Estaba ayudando a Ayame a entrenar, mamá.
Kiroe miró a Ayame y puso un pequeño mohín.
—Venga, Ayame, seguro que tú puedes. Ánimo. —Kiroe siempre había sido muy lista y muy perspicaz, pero no hacía falta ser un zorro para ver que Ayame no llevaba bandana.
—Por favor, si viene no le digas nada, nosotros nos escondemos y ya está —suplicó Daruu, juntando las manos e inclinándose levemente.
—Oh, no me digas... —Kiroe se sonrojó y se tapó la boca con las manos—. ¿No será que vosotros estáis...?
—¡No, mamá, calla! ¡Tú prométemelo y ya está!
Su madre rió picajosamente y se dio la vuelta.
—Está bien, está bien... A ver, ¿qué vais a querer?
Daruu estaba rojo como un tomate y no sabía ni a donde mirar.
—Un... cof, cof. Un té chai con leche y un bollito de vainilla. Gracias, mamá. —Buscó una mesa apartada, donde pudieran ocultarse del padre de Ayame si volvía al local, y se sentó. Hizo una seña a Ayame y se tapó con la carta.
Kiroe tomó nota de lo que pidió Ayame y entró a la cocina. Se apoyó furtivamente en la puerta tras cerrarla, sonriendo con malicia, y se tapó la mano. Dejó escapar una risilla de demonio.
—Ju, ju, ju... Y se ponen en una mesa apartaditaaaa... Aquí hay tema, que lo sé yo.