31/03/2017, 04:13
Si algo era cierto, es que a pesar de lo diferente que podrían ser los otros reunidos respecto a Kaido y su incesante necesidad de parecer el chico malo de la clase, al parecer sus propias inquietudes no sólo eran aceptadas por los demás invitados, sino que también secundadas. Cada cual, a su manera, pareció demostrar tras sus palabras que la imperante inquietud, que emanaba a partir del desconocimiento de la situación que les rodeaba y de los nebulosos procederes de Satomu y sus súbditos, existía.
Las interrogantes eran técnicamente las mismas: ¿Cómo, y cuando?; eran las más importantes. A lo que la "hospitalaria" vieja no podía responder bajo ningún concepto. Queriendo, o no.
—Lamento no poder proporcionarles más respuestas, pero cuando se trata del señor Satomu las cosas suelen ser complicadas —respondió, tajante. Y en silencio la cena transcurrió, sin ningún cambio aparente.
Kaido estaba hasta las narices de comida. Devoró tantos platos que, su estómago parecía una úlcera azul que en cualquier momento explotaría. Él la acariciaba, complacido, como si hubiese sido el mejor banquete que alguna vez le hubieran ofrecido; y es que tenía que aceptar, aunque no públicamente, que nunca nadie estuvo tan dispuesto de alimentarlo, al menos de gratis.
Casi ni pudo percatarse de la llegada apresurada de un tercero, quien sin demasiado protocolo se acercó a la vieja y le entregó una carta. Los orbes de le inflaron a la lectora, y poco después inquirió a los comensales que las inquietudes expresadas más temprano pronto serían respondidas.
Satomu les recibiría la mañana siguiente.
—Guay —expresó, con poca elocuencia. Y desbordante ironía, eso sí.
Las interrogantes eran técnicamente las mismas: ¿Cómo, y cuando?; eran las más importantes. A lo que la "hospitalaria" vieja no podía responder bajo ningún concepto. Queriendo, o no.
—Lamento no poder proporcionarles más respuestas, pero cuando se trata del señor Satomu las cosas suelen ser complicadas —respondió, tajante. Y en silencio la cena transcurrió, sin ningún cambio aparente.
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Kaido estaba hasta las narices de comida. Devoró tantos platos que, su estómago parecía una úlcera azul que en cualquier momento explotaría. Él la acariciaba, complacido, como si hubiese sido el mejor banquete que alguna vez le hubieran ofrecido; y es que tenía que aceptar, aunque no públicamente, que nunca nadie estuvo tan dispuesto de alimentarlo, al menos de gratis.
Casi ni pudo percatarse de la llegada apresurada de un tercero, quien sin demasiado protocolo se acercó a la vieja y le entregó una carta. Los orbes de le inflaron a la lectora, y poco después inquirió a los comensales que las inquietudes expresadas más temprano pronto serían respondidas.
Satomu les recibiría la mañana siguiente.
—Guay —expresó, con poca elocuencia. Y desbordante ironía, eso sí.