24/04/2017, 16:50
Pasaron el resto del día caminando, parando apenas un par de veces; primero para almorzar, y luego —casi atardeciendo— para llenar las cantimploras en un pequeño arroyo de agua fresca y limpia. Llevaban un buen ritmo y, tal y como Eri había sugerido, para cuando cayó la noche los gennin ya divisaban, en la cercanía, las luces amarillas y naranjas que titilaban en la oscuridad, procedentes de Los Herreros.
La gran ciudad, tan ruidosa durante el día, siempre oliendo a hierro candente, azufre y otros materiales de forja, parecía un sitio completamente distinto por la noche. Las calles estaban, en su mayoría, bastante desiertas; sobre todo en el barrio de los artesanos. Únicamente en las zonas que aglutinaban todas las posadas, tabernas y restaurantes de la ciudad se podía ver actividad tan entrada la noche.
Akame atendió a la pregunta de Eri mientras se permitía el lujo de descolgarse la mochila y dejarla reposar sobre los adoquines para dar un breve descanso a sus agotados hombros.
—De hecho, sí. Vine hace poco, al graduarme, cuando mi padre encargó una espada para mí —quizá la mentira no le había salido tan convincente como debía, pero la idea era en sí extremadamente simple y verosímil—. En aquella ocasión nos refugiamos en el Hostal de Pangoro... Aunque claro, no sé si aún estará abierto.
Su maestra siempre le decía que el mejor complemento para una mentira, era una verdad. Akame había estado en Los Herreros, sí, y se había hospedado justamente en aquel hostal. De modo que, colgándose de nuevo la mochila a hombros, empezó a andar mientras trataba de recordar el camino exacto.
El Hostal de Pangoro estaba ubicado en una calle amplia y larga, que iba desde casi el centro del barrio residencial hasta el de los artesanos. Se trataba de un edificio al uso; dos plantas de enladrillado, tejas color cobrizo y numerosos ventanales que, durante el día, llenaban de claridad el interior. Sobre la puerta de madera oscura ribeteada con remaches de acero pulido colgaba un letrero de la misma factura que rezaba el nombre del establecimiento.
Akame agarró el pomo con la mano diestra, giró, empujó, y se adentró en el Hostal.
El pequeño recibidor se fundía con una amplia sala repleta de mesas, sillas y presidida por una chimenea que, en aquella época, se encontraba apagada. Varias lámparas ubicadas en distintos puntos de la pared iluminaban perfectamente la estancia, desde la chimenea hasta la barra de madera de cedro que se encontraba en el otro extremo. No había demasiada gente, pero los comensales hablaban tan alto que las risas y los comentarios llenaban el ambiente.
El dueño —Pangoro—, un hombre de casi dos metros de altura y más de cien kilos de peso, les lanzó una mirada dura como la piedra desde detrás de la mesa que presidía el recibidor. Era extremadamente moreno, más negro que mulato, y lucía varias marcas de quemaduras en el cuello y los brazos —pues sus ropas tapaban el resto—.
—Ah, por fin —suspiró el Uchiha, dejando caer la pesada mochila militar.
La gran ciudad, tan ruidosa durante el día, siempre oliendo a hierro candente, azufre y otros materiales de forja, parecía un sitio completamente distinto por la noche. Las calles estaban, en su mayoría, bastante desiertas; sobre todo en el barrio de los artesanos. Únicamente en las zonas que aglutinaban todas las posadas, tabernas y restaurantes de la ciudad se podía ver actividad tan entrada la noche.
Akame atendió a la pregunta de Eri mientras se permitía el lujo de descolgarse la mochila y dejarla reposar sobre los adoquines para dar un breve descanso a sus agotados hombros.
—De hecho, sí. Vine hace poco, al graduarme, cuando mi padre encargó una espada para mí —quizá la mentira no le había salido tan convincente como debía, pero la idea era en sí extremadamente simple y verosímil—. En aquella ocasión nos refugiamos en el Hostal de Pangoro... Aunque claro, no sé si aún estará abierto.
Su maestra siempre le decía que el mejor complemento para una mentira, era una verdad. Akame había estado en Los Herreros, sí, y se había hospedado justamente en aquel hostal. De modo que, colgándose de nuevo la mochila a hombros, empezó a andar mientras trataba de recordar el camino exacto.
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El Hostal de Pangoro estaba ubicado en una calle amplia y larga, que iba desde casi el centro del barrio residencial hasta el de los artesanos. Se trataba de un edificio al uso; dos plantas de enladrillado, tejas color cobrizo y numerosos ventanales que, durante el día, llenaban de claridad el interior. Sobre la puerta de madera oscura ribeteada con remaches de acero pulido colgaba un letrero de la misma factura que rezaba el nombre del establecimiento.
Akame agarró el pomo con la mano diestra, giró, empujó, y se adentró en el Hostal.
El pequeño recibidor se fundía con una amplia sala repleta de mesas, sillas y presidida por una chimenea que, en aquella época, se encontraba apagada. Varias lámparas ubicadas en distintos puntos de la pared iluminaban perfectamente la estancia, desde la chimenea hasta la barra de madera de cedro que se encontraba en el otro extremo. No había demasiada gente, pero los comensales hablaban tan alto que las risas y los comentarios llenaban el ambiente.
El dueño —Pangoro—, un hombre de casi dos metros de altura y más de cien kilos de peso, les lanzó una mirada dura como la piedra desde detrás de la mesa que presidía el recibidor. Era extremadamente moreno, más negro que mulato, y lucía varias marcas de quemaduras en el cuello y los brazos —pues sus ropas tapaban el resto—.
—Ah, por fin —suspiró el Uchiha, dejando caer la pesada mochila militar.