24/04/2017, 16:59
Cuando empezó el jaleo matutino, Akame ya llevaba media hora despierto. Había dormido rematadamente mal, con un ojo siempre medio abierto y la conciencia intranquila. Todo lo sucedido durante aquel viaje era sospechoso a más no poder, y su mente, inquieta, no podía contenerse. Constantemente revisaba cada una de las escenas que había vivido desde que saliera de Uzushiogakure rumbo a aquella aldea perdida entre los bosques; buscaba una pista, un detalle, una incongruencia con la historia que la regente de aquel local les había contado. Algo que le permitiese empezar a tirar del hilo.
Pero no lo encontró, de momento.
El Uchiha se vistió con unos pantalones largos de color negro, sandalias ninja, una camiseta sin mangas del mismo color y sobre ésta una chaqueta azul oscura con el símbolo del clan Uchiha en la espalda. Se recogió el pelo, negro y liso, en una coleta —ya casi le sobrepasaba la nuca— y se colocó, sin tapujos, el resto de su equipamiento ninja. Portaobjetos atado al cinturón, bandana en la frente y su preciada espada colgando de la vaina en su espalda.
Cuando, después de desayunar, se reunió con el resto de los invitados en la puerta del local, la incongruencia que tanto había estado buscando la noche anterior apareció ante sus narices en forma de mastodonte forrado de acero. Aquel tipo, que decía ser el alguacil del pueblo, le inspiraba tan poca confianza como una prostituta virgen. Un rápido vistazo a las caras de los demás ninjas le invitó a pensar que ellos se lo habían tomado de la misma manera.
Aquella sospecha no hizo sino aumentar —de forma colosal— cuando, siguiendo al tal Yosehara, salieron al exterior. «¿Pero qué demonios...?». Un hombre de apariencia veterana que acompañaba al gennin de Amegakure no tardó en verbalizar todos y cada uno de sus pensamientos.
«Esto no me gusta nada. ¿Para qué tantos hombres? ¿De verdad el tal Satomu es tan influyente como para poner a toda la guardia del pueblo a su servicio? No, es imposible que haya tantos soldados destinados a una aldea tan pequeña... Este escultor debe ser inmensamente rico si puede contratar a una cuadrilla completa de mercenarios...»
Pero no lo encontró, de momento.
El Uchiha se vistió con unos pantalones largos de color negro, sandalias ninja, una camiseta sin mangas del mismo color y sobre ésta una chaqueta azul oscura con el símbolo del clan Uchiha en la espalda. Se recogió el pelo, negro y liso, en una coleta —ya casi le sobrepasaba la nuca— y se colocó, sin tapujos, el resto de su equipamiento ninja. Portaobjetos atado al cinturón, bandana en la frente y su preciada espada colgando de la vaina en su espalda.
Cuando, después de desayunar, se reunió con el resto de los invitados en la puerta del local, la incongruencia que tanto había estado buscando la noche anterior apareció ante sus narices en forma de mastodonte forrado de acero. Aquel tipo, que decía ser el alguacil del pueblo, le inspiraba tan poca confianza como una prostituta virgen. Un rápido vistazo a las caras de los demás ninjas le invitó a pensar que ellos se lo habían tomado de la misma manera.
Aquella sospecha no hizo sino aumentar —de forma colosal— cuando, siguiendo al tal Yosehara, salieron al exterior. «¿Pero qué demonios...?». Un hombre de apariencia veterana que acompañaba al gennin de Amegakure no tardó en verbalizar todos y cada uno de sus pensamientos.
«Esto no me gusta nada. ¿Para qué tantos hombres? ¿De verdad el tal Satomu es tan influyente como para poner a toda la guardia del pueblo a su servicio? No, es imposible que haya tantos soldados destinados a una aldea tan pequeña... Este escultor debe ser inmensamente rico si puede contratar a una cuadrilla completa de mercenarios...»