5/05/2017, 21:14
Y ahí estaba. Akame la había visto venir, la había esperado. Como un ave rapaz que viera descender en picado sobre él. La pregunta; siempre había preguntas. Desde el día en que había puesto un pie en Uzushiogakure, eso era lo que peor llevaba. Con Kunie, con Tengu, nunca tuvo que responder a una pregunta que le incomodase. No como en la Aldea. No como en ese momento.
—No te pongas tan formal ahora —replicó Akame—. Somos camaradas.
El Uchiha no contestó a la pregunta de Haskoz. No de inmediato, al menos. Todavía podía ver, ante él, el rostro encogido y desfigurado por el miedo de su viejo amigo. Con la garganta abierta como un libro. «¿Todavía no puedo olvidar?», se preguntó con desesperanza. Justo en ese momento los aspavientos de Haskoz le devolvieron a la realidad. Akame esperó a que su compañero la llenase, la tomó con mano firme y se calzó otro trago. De un tirón. Y la cara del muchacho rubio se difuminó un poco más.
—Tenía un amigo —dijo, ausente—. Antes de venir aquí.
Tosió un par de veces y le alargó la copa a Haskoz. Empezaba a notarse pesado, la cabeza le ardía igual que el estómago, y sus dedos no eran tan ágiles como de costumbre. Giró la cabeza y miró al gennin; no con decisión y firmeza, como era normal en él, sino con ojos vidriosos y ausentes. Entonces confesó.
—Murió.
Su mano derecha volvió a encogerse ligeramente, de forma casi imperceptible, con un leve espasmo. Empezó a notar el peso de la espada en ella, el calor de la sangre. Apretó los dientes.
—¿Y tú, Haskoz?
—No te pongas tan formal ahora —replicó Akame—. Somos camaradas.
El Uchiha no contestó a la pregunta de Haskoz. No de inmediato, al menos. Todavía podía ver, ante él, el rostro encogido y desfigurado por el miedo de su viejo amigo. Con la garganta abierta como un libro. «¿Todavía no puedo olvidar?», se preguntó con desesperanza. Justo en ese momento los aspavientos de Haskoz le devolvieron a la realidad. Akame esperó a que su compañero la llenase, la tomó con mano firme y se calzó otro trago. De un tirón. Y la cara del muchacho rubio se difuminó un poco más.
—Tenía un amigo —dijo, ausente—. Antes de venir aquí.
Tosió un par de veces y le alargó la copa a Haskoz. Empezaba a notarse pesado, la cabeza le ardía igual que el estómago, y sus dedos no eran tan ágiles como de costumbre. Giró la cabeza y miró al gennin; no con decisión y firmeza, como era normal en él, sino con ojos vidriosos y ausentes. Entonces confesó.
—Murió.
Su mano derecha volvió a encogerse ligeramente, de forma casi imperceptible, con un leve espasmo. Empezó a notar el peso de la espada en ella, el calor de la sangre. Apretó los dientes.
—¿Y tú, Haskoz?