9/05/2017, 22:07
Los Herreros era un pueblo muy curioso, teniendo en cuenta la manera en la que ōnindo ha funcionado; incluso desde sus tiempos más memorables, durante tantas generaciones. La confrontación, la guerra, las amenazas veladas. Los secretos, el subterfugio. Así se mueve el mundo ninja. Y sin embargo...
Allí estaba el pueblo de Los Herreros. Un bastión conocido de grandes artesanos armamentistas, cuyas más exóticas creaciones eran despachadas a los numerosos ejércitos que protegen a ōnindo. Desde milicias feudales hasta a las mismísimas tres grandes aldeas tenían las narices metidas en ostentosos contratos que probablemente le arreglaría la vida a más de un trabajador. Entonces pues, un pequeño asentamiento repleto de armas por doquier, con tanto dinero de por medio.
Y se decía que era uno de los pueblos más pacíficos de todo el país de la Espiral, al menos, por no ir más allá.
No está de más decir que existe más de un escéptico que desconfía de ésta primicia, pues para el que conoce los vestigios turbulentos de la historia ninja, poco puede creer en que algo así pueda existir, no sin un acuerdo fortuito, firmado y equitativamente beneficioso para todas las partes, como en el caso de Amegakure, Uzushiogakure y Kusagakure.
Es ahí, mis queridos colegas, donde la fábula de los Señores del Hierro comienza.
La entrada al pueblo era esplendorosa en su más humilde forma. Dos caminos conexos en cada extremo del asentamiento se unían en conformidad con las salidas a las distintas vertientes del país de la Espiral. Detrás se podía apreciar a lo lejano las extensas planicies del silencio que daban paso hasta los más frondosos bosques de la Hoja, y más adelante, sucedía lo mismo pero con un panorama más abierto y pulcro que el anterior, hacia allá, en dirección a la ubicación de la aldea de ese mismo país, desconocida, claro, salvo para los mismísimos miembros de su ciudad.
El pueblo estaba compuesto por numerosas cabañas de ladrillo y piedra, casi todas distinguidas por letreros únicos de nombres diferentes. Salvo por alguna excepción en particular, estas casas siempre estaban equipadas con grandes chimeneas donde probablemente estuviese ubicada la forja de cada artesano. Está de más decir que el humo despedido de ellas era abismal.
Además de, contaba con unos cuantos hostales, un par de bares y restaurantes para los turistas e incluso casas de empeño. Allí no sólo se vendían armas, también se compraban.
Allí estaba el pueblo de Los Herreros. Un bastión conocido de grandes artesanos armamentistas, cuyas más exóticas creaciones eran despachadas a los numerosos ejércitos que protegen a ōnindo. Desde milicias feudales hasta a las mismísimas tres grandes aldeas tenían las narices metidas en ostentosos contratos que probablemente le arreglaría la vida a más de un trabajador. Entonces pues, un pequeño asentamiento repleto de armas por doquier, con tanto dinero de por medio.
Y se decía que era uno de los pueblos más pacíficos de todo el país de la Espiral, al menos, por no ir más allá.
No está de más decir que existe más de un escéptico que desconfía de ésta primicia, pues para el que conoce los vestigios turbulentos de la historia ninja, poco puede creer en que algo así pueda existir, no sin un acuerdo fortuito, firmado y equitativamente beneficioso para todas las partes, como en el caso de Amegakure, Uzushiogakure y Kusagakure.
Es ahí, mis queridos colegas, donde la fábula de los Señores del Hierro comienza.
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La entrada al pueblo era esplendorosa en su más humilde forma. Dos caminos conexos en cada extremo del asentamiento se unían en conformidad con las salidas a las distintas vertientes del país de la Espiral. Detrás se podía apreciar a lo lejano las extensas planicies del silencio que daban paso hasta los más frondosos bosques de la Hoja, y más adelante, sucedía lo mismo pero con un panorama más abierto y pulcro que el anterior, hacia allá, en dirección a la ubicación de la aldea de ese mismo país, desconocida, claro, salvo para los mismísimos miembros de su ciudad.
El pueblo estaba compuesto por numerosas cabañas de ladrillo y piedra, casi todas distinguidas por letreros únicos de nombres diferentes. Salvo por alguna excepción en particular, estas casas siempre estaban equipadas con grandes chimeneas donde probablemente estuviese ubicada la forja de cada artesano. Está de más decir que el humo despedido de ellas era abismal.
Además de, contaba con unos cuantos hostales, un par de bares y restaurantes para los turistas e incluso casas de empeño. Allí no sólo se vendían armas, también se compraban.