9/05/2017, 23:59
Por mucho que lo intentase, Akame no era el mejor actor del mundo. Ni siquiera uno mediocre. Su paso, tosco, poco parecido al de un noble. Su mirada demasiado atenta, demasiado inquieta; reflejaba un estado de alerta constante que no era en absoluto característico de los ciudadanos acaudalados, tan acostumbrados como estaban a vivir rodeados de sirvientes y guardaespaldas. Mientras subía las escaleras, con la mirada fija ya en el interior del salón del té, Akame notó las miradas inquisitivas de los porteros... Casi como si estuviesen a punto de cambiar de opinión.
Y tal vez lo hubiesen hecho, de no ser por las dos personas que le precedieron. La primera, Datsue, su compañero de misión. Había que admitir que el muchacho, además de ser bastante gallardo, tenía talento. Se pavoneaba como un joven noble y parecía manejar con soltura la gama de expresiones faciales que alguien de su —supuesta— clase social debía tener a la hora de mirar a un plebeyo. Los porteros rápidamente centraron su atención en el muchacho, saludándole —por puro instinto— con una sonada inclinación de cabeza.
Tras ellos dos entró una muchacha joven y pelirroja, de facciones astutas y cuerpo escultural. Con la misma facilidad que a Datsue —aunque con otros pensamientos en la cabeza—, los gorilas de la entrada le cedieron toscamente el paso.
El Salón del Té Honimusha era un local amplio. La entrada daba a un pequeño y estrecho pasillo al final del cual dos puertas correderas tradicionales daban acceso a la estancia principal, un área bastante grande con capacidad para unas cuarenta personas. La sala estaba salpicada de mesas, rodeadas de sus correspondientes cojines, sobre las cuales había una vela aromática encendida. A la izquierda del salón principal se ubicaba una barra de madera pulida, tras la cual el personal del local atendía a los clientes. Al fondo, un pequeño escenario de madera ligeramente elevado, y tras él una cortina de seda roja. A la derecha de la sala, en la pared tras una de las mesas más próximas al escenario, había una discreta puerta de madera.
«Vaya, sí que hay gente...», caviló el Uchiha. El salón estaba repletó de clientes, todos ataviados con sus mejores galas. Akame echó un vistazo rápido tratando de encontrar una mesa libre... Pero no tuvo suerte.
—Mierda, Datsue-kun... ¿Qué hacemos ahora?
Quedarse de pie no era una opción en un establecimiento como aquel. Desesperado, el gennin dio otra visual al lugar hasta que distinguió, al fondo, a un hombre haciéndoles señas para que se acercasen.
—Parece que es nuestro día de suerte —dijo a su compañero, esbozando una media sonrisa, antes de internarse en el salón.
La mesa en cuestión estaba situada al fondo a la derecha de la sala, cerca del escenario y frente a la discreta puerta trasera. Era bastante amplia, y alrededor había un total de cinco cojines; uno de ellos, ocupado por el buen samaritano.
—Buenas noches, caballeros —les saludó el tipo, con una leve inclinación de cabeza—. Mi nombre es Ishigami Takuya, ¿cómo están?
El hombre en cuestión era un tipo avanzado en años —debía rondar la cincuentena—, medio calvo salvo por los laterales de la cabeza, y de ojos avellanados. Vestía un kimono verde claro con motivos florales y llevaba un sólo anillo de oro en la mano derecha. A simple vista, parecía encajar perfectamente en la descripción de un comerciante acaudalado, pues no se veía sirviente ni ayudante alguno con él y, por tanto, probablemente no se trataba de un noble menor.
—Buenas noches, Ishigami-san. Me llamo Uch... —Akame carraspeó, rápidamente consciente del error que estaba a punto de cometer—. Uchieda Akame. Muchas gracias por su amabilidad.
El señor Ishigami respondió al agradecimiento con otra inclinación de cabeza y luego alzó la mirada por encima del hombro de Akame, hacia la entrada. Acababa de ver a la chica pelirroja —él y medio salón, hombres casados incluídos—, y rápidamente se dispuso a invitarla también a la mesa.
Y tal vez lo hubiesen hecho, de no ser por las dos personas que le precedieron. La primera, Datsue, su compañero de misión. Había que admitir que el muchacho, además de ser bastante gallardo, tenía talento. Se pavoneaba como un joven noble y parecía manejar con soltura la gama de expresiones faciales que alguien de su —supuesta— clase social debía tener a la hora de mirar a un plebeyo. Los porteros rápidamente centraron su atención en el muchacho, saludándole —por puro instinto— con una sonada inclinación de cabeza.
Tras ellos dos entró una muchacha joven y pelirroja, de facciones astutas y cuerpo escultural. Con la misma facilidad que a Datsue —aunque con otros pensamientos en la cabeza—, los gorilas de la entrada le cedieron toscamente el paso.
El Salón del Té Honimusha era un local amplio. La entrada daba a un pequeño y estrecho pasillo al final del cual dos puertas correderas tradicionales daban acceso a la estancia principal, un área bastante grande con capacidad para unas cuarenta personas. La sala estaba salpicada de mesas, rodeadas de sus correspondientes cojines, sobre las cuales había una vela aromática encendida. A la izquierda del salón principal se ubicaba una barra de madera pulida, tras la cual el personal del local atendía a los clientes. Al fondo, un pequeño escenario de madera ligeramente elevado, y tras él una cortina de seda roja. A la derecha de la sala, en la pared tras una de las mesas más próximas al escenario, había una discreta puerta de madera.
«Vaya, sí que hay gente...», caviló el Uchiha. El salón estaba repletó de clientes, todos ataviados con sus mejores galas. Akame echó un vistazo rápido tratando de encontrar una mesa libre... Pero no tuvo suerte.
—Mierda, Datsue-kun... ¿Qué hacemos ahora?
Quedarse de pie no era una opción en un establecimiento como aquel. Desesperado, el gennin dio otra visual al lugar hasta que distinguió, al fondo, a un hombre haciéndoles señas para que se acercasen.
—Parece que es nuestro día de suerte —dijo a su compañero, esbozando una media sonrisa, antes de internarse en el salón.
La mesa en cuestión estaba situada al fondo a la derecha de la sala, cerca del escenario y frente a la discreta puerta trasera. Era bastante amplia, y alrededor había un total de cinco cojines; uno de ellos, ocupado por el buen samaritano.
—Buenas noches, caballeros —les saludó el tipo, con una leve inclinación de cabeza—. Mi nombre es Ishigami Takuya, ¿cómo están?
El hombre en cuestión era un tipo avanzado en años —debía rondar la cincuentena—, medio calvo salvo por los laterales de la cabeza, y de ojos avellanados. Vestía un kimono verde claro con motivos florales y llevaba un sólo anillo de oro en la mano derecha. A simple vista, parecía encajar perfectamente en la descripción de un comerciante acaudalado, pues no se veía sirviente ni ayudante alguno con él y, por tanto, probablemente no se trataba de un noble menor.
—Buenas noches, Ishigami-san. Me llamo Uch... —Akame carraspeó, rápidamente consciente del error que estaba a punto de cometer—. Uchieda Akame. Muchas gracias por su amabilidad.
El señor Ishigami respondió al agradecimiento con otra inclinación de cabeza y luego alzó la mirada por encima del hombro de Akame, hacia la entrada. Acababa de ver a la chica pelirroja —él y medio salón, hombres casados incluídos—, y rápidamente se dispuso a invitarla también a la mesa.