11/05/2017, 16:52
Akame asintió, pensativo. «¿Contable, eh? Pues debes tener unos buenos clientes si puedes permitirte venir con asiduidad a este tipo de sitios» dedujo el Uchiha. A juzgar por la confianza con la que el señor Ishigami se había dirigido a la mesera, debían conocerse de antemano. Lo cual, probablemente, implicaba que aquel contable era un habitual del Salón del Té Honimusha. «Entonces, ¿por qué está tan alterado? No parece para nada cómodo, como si no estuviese en su ambiente».
Mientras tanto, Aiko y Datsue seguían a lo suyo, hablando de tatuajes —o eso creyó entender Akame—. Cuando la chica les preguntó su nombre, el Uchiha hizo un esfuerzo consciente por no volver a equivocarse y luego dijo, con una inclinación de cabeza que trataba de ser cortés.
—Uchieda Akame, a su servicio.
Luego tomó otro sorbo de té. El ambiente empezaba a antojársele demasiado aburrido, y ya estaba preguntándose si el músico tardaría mucho más en salir a escena cuando uno de los empleados del local pidió atención desde la palestra. Los clientes hicieron caso, y en apenas unos momentos todo el salón quedó sumido en un silencio profundo.
—Damas y caballeros, esta noche tenemos el placer de presentarles al maestro del Samishen, Rokuro Hei-dono.
El chico abandonó el pequeño escenario y, tras él, se descorrieron las cortinas de seda. Un total de tres figuras salieron a escena; tres de ellas eran hombres relativamente jóvenes —no llegarían a los cuarenta—, que llevaban instrumentos de acompañamiento. Y la cuarta, ovacionada con un suspiro por el público, era el maestro Rokuro. Un hombre entrado en años, medianamente alto y muy delgado con algunas regiones de pelo canoso sobre su cabeza. Los cuatro vestían kimonos de color violeta oscuro con ribetes dorados y un obi negro en la cintura. El inconfundible sonido de unas tradicionales sandalias de madera al chocar contra el escenario reverberó en el salón.
Los tres ninjas, desde tan cerca que estaban, pudieron advertir como el músico se tambaleaba ligeramente y su mirada parecía un tanto ausente. Tenía el rostro surcado de arrugas —aunque desde un poco más lejos no fuese distinguible— y los ojos hundidos en las cuencas.
—Gracias a todos —dijo el maestro y, con un gesto, indicó a los mozos del salón que les trajeran sus asientos.
Dos muchachos vivaces y jóvenes dispusieron cojines sobre el escenario para acomodar a los artistas. Hei se colocó en el centro, acunando su Samishen negro entre los brazos, y sus acompañantes se distribuyeron alrededor. Luego el músico presentó brevemente su primera pieza y empezó a tocar. Pronto la música llenó el Salón del Té Honimusha, transportando a todos cuantos la oían a sus propios mundos interiores en un viaje místico, casi onírico.
Akame no pudo evitar cerrar los ojos mientras se dejaba llevar por aquellos sonidos tan peculiares; pegajosos como la miel pero suaves y finos como un kimono de seda de primera calidad. Su mente voló lejos de allí, sobre el País del Remolino y el Fuego, y luego se alzó más todavía, hasta poder contemplar todo Oonindo entre las mismísimas nubes.
Mientras tanto, Aiko y Datsue seguían a lo suyo, hablando de tatuajes —o eso creyó entender Akame—. Cuando la chica les preguntó su nombre, el Uchiha hizo un esfuerzo consciente por no volver a equivocarse y luego dijo, con una inclinación de cabeza que trataba de ser cortés.
—Uchieda Akame, a su servicio.
Luego tomó otro sorbo de té. El ambiente empezaba a antojársele demasiado aburrido, y ya estaba preguntándose si el músico tardaría mucho más en salir a escena cuando uno de los empleados del local pidió atención desde la palestra. Los clientes hicieron caso, y en apenas unos momentos todo el salón quedó sumido en un silencio profundo.
—Damas y caballeros, esta noche tenemos el placer de presentarles al maestro del Samishen, Rokuro Hei-dono.
El chico abandonó el pequeño escenario y, tras él, se descorrieron las cortinas de seda. Un total de tres figuras salieron a escena; tres de ellas eran hombres relativamente jóvenes —no llegarían a los cuarenta—, que llevaban instrumentos de acompañamiento. Y la cuarta, ovacionada con un suspiro por el público, era el maestro Rokuro. Un hombre entrado en años, medianamente alto y muy delgado con algunas regiones de pelo canoso sobre su cabeza. Los cuatro vestían kimonos de color violeta oscuro con ribetes dorados y un obi negro en la cintura. El inconfundible sonido de unas tradicionales sandalias de madera al chocar contra el escenario reverberó en el salón.
Los tres ninjas, desde tan cerca que estaban, pudieron advertir como el músico se tambaleaba ligeramente y su mirada parecía un tanto ausente. Tenía el rostro surcado de arrugas —aunque desde un poco más lejos no fuese distinguible— y los ojos hundidos en las cuencas.
—Gracias a todos —dijo el maestro y, con un gesto, indicó a los mozos del salón que les trajeran sus asientos.
Dos muchachos vivaces y jóvenes dispusieron cojines sobre el escenario para acomodar a los artistas. Hei se colocó en el centro, acunando su Samishen negro entre los brazos, y sus acompañantes se distribuyeron alrededor. Luego el músico presentó brevemente su primera pieza y empezó a tocar. Pronto la música llenó el Salón del Té Honimusha, transportando a todos cuantos la oían a sus propios mundos interiores en un viaje místico, casi onírico.
Akame no pudo evitar cerrar los ojos mientras se dejaba llevar por aquellos sonidos tan peculiares; pegajosos como la miel pero suaves y finos como un kimono de seda de primera calidad. Su mente voló lejos de allí, sobre el País del Remolino y el Fuego, y luego se alzó más todavía, hasta poder contemplar todo Oonindo entre las mismísimas nubes.