11/05/2017, 19:20
¿Que si había un mejor lugar para tratar aquellos asuntos, lejos de oídos indeseados? ¿De envidiosos, como lo había llamado él, que querrían arrebatar de sus manos la que podía ser la oportunidad de negocio de sus vidas?
—Por supuesto que sí, si sois tan amables de acompañarme. Por aquí.
El galante aprendiz se emprendió en un viaje cultural de al menos cinco minutos. Dejó atrás la calle principal en la que intercambió palabra con los genin y serpenteó a pulso un par de calles cerradas que daban hacia el verdadero corazón de Los Herreros. La zona a la que se habían adentrado suponía verse como una especie de mercado de pulgas, donde detrás de cada casa construida, había una apropiada campaña de tela donde algunos comerciantes disponían de sus armas y/o creaciones de todo tipo al ojo público.
Era una zona concurrida, bulliciosa, donde el clank de los martillazos supuestos para ablandar el metal también le golpeaba los oídos a los transeúntes. Y hacía un calor del demonio, claro pues teniendo en cuenta que todas las forjas se encontraban en plena marcha.
Una cuadra más, y ya se encontraban frente a un lúgubre galpón de material pedrusco. Si alguno había visitado Shinogi-to alguna vez, allá en el país de la Tormenta, probablemente se daría cuenta de la similitud.
Shinjaka se abrió paso hasta el interior de la casona y esperó a que sus interlocutores hicieran lo propio también, donde una vez dentro, se encontrarían con un espacio de lo más rudimentario, repleto de herramientas de todo tipo, armas a medio terminar y polvillo de metal cubriendo cada una de sus pisadas. Más allá, lo que parecía ser la figura de dos personas intercambiando palabras, aunque a la distancia era imposible, por ahora, de detallar de quienes se trataban. Tan sólo se veía la colorida y azulada cabellera, por atrás, de uno de ellos. Nada más.
—Bienvenido seáis, jóvenes guerreros, al santuario de Soroku-sama. Décimo primer artesano del consejo de Herreros y el mejor de todos ellos, si me permiten acotar —cantó, para luego señalar con su mano derecha un par de asientos disponibles a la visita. Luego, señaló a Datsue—. Tú, me temo que aún no sé tu nombre. ¿Cómo te llamas?
—Por supuesto que sí, si sois tan amables de acompañarme. Por aquí.
El galante aprendiz se emprendió en un viaje cultural de al menos cinco minutos. Dejó atrás la calle principal en la que intercambió palabra con los genin y serpenteó a pulso un par de calles cerradas que daban hacia el verdadero corazón de Los Herreros. La zona a la que se habían adentrado suponía verse como una especie de mercado de pulgas, donde detrás de cada casa construida, había una apropiada campaña de tela donde algunos comerciantes disponían de sus armas y/o creaciones de todo tipo al ojo público.
Era una zona concurrida, bulliciosa, donde el clank de los martillazos supuestos para ablandar el metal también le golpeaba los oídos a los transeúntes. Y hacía un calor del demonio, claro pues teniendo en cuenta que todas las forjas se encontraban en plena marcha.
Una cuadra más, y ya se encontraban frente a un lúgubre galpón de material pedrusco. Si alguno había visitado Shinogi-to alguna vez, allá en el país de la Tormenta, probablemente se daría cuenta de la similitud.
Shinjaka se abrió paso hasta el interior de la casona y esperó a que sus interlocutores hicieran lo propio también, donde una vez dentro, se encontrarían con un espacio de lo más rudimentario, repleto de herramientas de todo tipo, armas a medio terminar y polvillo de metal cubriendo cada una de sus pisadas. Más allá, lo que parecía ser la figura de dos personas intercambiando palabras, aunque a la distancia era imposible, por ahora, de detallar de quienes se trataban. Tan sólo se veía la colorida y azulada cabellera, por atrás, de uno de ellos. Nada más.
—Bienvenido seáis, jóvenes guerreros, al santuario de Soroku-sama. Décimo primer artesano del consejo de Herreros y el mejor de todos ellos, si me permiten acotar —cantó, para luego señalar con su mano derecha un par de asientos disponibles a la visita. Luego, señaló a Datsue—. Tú, me temo que aún no sé tu nombre. ¿Cómo te llamas?