13/05/2017, 12:51
La acción se sucedió con rapidez mientras la mística melodía de Hei todavía llenaba el salón. Akame avisó a Datsue, que avisó a Aiko, que los maldijo a ambos y luego se levantó para perseguir al asesino. Sus gritos terminaron de alarmar a los clientes de las mesas de alrededor, que se levantaron, horrorizados ante la visión del cadáver empapado de sangre de Ishigami Takuya.
—¡Maldita sea! —exclamó el Uchiha.
No era su lucha, nadie iba a pagarle por atrapar al asesino. Estaba en un lugar en el que se suponía que no podía estar, y encima no tenía ningún tipo de información sobre el hombre rata. ¿Y si había más criminales esperándole fuera? ¿Y si se metía en la boca del lobo? «¡Arg! ¡Por todos los demonios de Yomi, yo sólo quería escuchar al maestro Rokuro!». Con un bufido de resignación, el Uchiha se levantó y salió corriendo tras Aiko.
Los muchachos atravesaron la discreta puerta trasera y salieron a la cálida noche yamiriense. Se encontraron en el típico callejón de ciudad, oscuro y estrecho. A mano izquierda, en sentido contrario a donde se encontraba la entrada principal del salón de té, distinguieron la figura del hombre-rata escabulléndose entre las sombras.
—¡Allí! —exclamó Akame, y acto seguido echó a correr en esa misma dirección.
Ignoraba si Aiko le seguía, pero él ya había tomado la decisión de cazar al Degollacontables. Sus pasos, veloces, resonaron en la estrecha callejuela. El asesino dobló una esquina a mano izquierda, y Akame se apostó tras ella, con la espalda pegada al muro. Luego asomó tímidamente la cabeza, lo justo para echar un vistazo a la callejuela tras la esquina.
¡CHAS!
El silbido inconfundible de una flecha que pasó rozándole la oreja para acabar perdiéndose en algún punto al fondo de la calle.
—¡Puta madre! —el Uchiha se retiró tan rápido como pudo, volviendo a su posición inicial, con la espalda pegada al muro de la esquina—. Hay un tirador apostado tras esta esquina.
Mientras el caos iba esparciéndose poco a poco por el Salón del Té Honimusha, la música de Hei no paraba. Era como si los artistas, especialmente el maestro, estuviesen sumidos en un trance del que fuera difícil sacarlos. Datsue, desde su asiento y con la ropa empapada de sangre, fue entonces testigo de algo que pocos creerían después...
El cadáver de Takuya empezó a convulsionar, ligeramente al principio, con furia después. El contable se irguió en su cojín, con la garganta todavía abierta derramando sangre y los ojos vueltos, inertes. De sus labios escapó un quejido lastimero, casi un susurro, que sólo el joven Uchiha fue capaz de escuchar.
—Nezumi...
Entre tambaleos el hombre se puso en pie, con la cabeza hacia atrás y las ropas empapadas de sangre.
Aquello fue el detonante. La música paró, gritos y chillidos inundaron el ambiente y los clientes del Salón del Té de Honimusha montaron en pánico. Los que estaban sentados alrededor de la mesa de Datsue echaron a correr hacia la salida como pollos sin cabeza, en mitad de horrorizados chillidos. El tumulto general arroyó con mesas, cojines, platos, vasos y hasta con los empleados del local.
Cuando la muchedumbre llegó hasta la entrada, los porteros —atónitos— se apartaron con rapidez para dejar pasar a la aterrorizada multitud. Alguien tropezó en las escaleras, cayó, y otras pocas personas le pasaron por encima. Hubo más gritos, maldiciones y hasta un apuñalamiento.
Era el caos total. Los músicos también intentaron huir, abandonando el escenario. El señor Ishigami —dejando un reguero de sangre que fluía desde su gaznate rajado— caminó hacia la salida dando tumbos y luego se desplomó de nuevo, en el suelo, para quedar completamente inerte.
—¡Maldita sea! —exclamó el Uchiha.
No era su lucha, nadie iba a pagarle por atrapar al asesino. Estaba en un lugar en el que se suponía que no podía estar, y encima no tenía ningún tipo de información sobre el hombre rata. ¿Y si había más criminales esperándole fuera? ¿Y si se metía en la boca del lobo? «¡Arg! ¡Por todos los demonios de Yomi, yo sólo quería escuchar al maestro Rokuro!». Con un bufido de resignación, el Uchiha se levantó y salió corriendo tras Aiko.
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Los muchachos atravesaron la discreta puerta trasera y salieron a la cálida noche yamiriense. Se encontraron en el típico callejón de ciudad, oscuro y estrecho. A mano izquierda, en sentido contrario a donde se encontraba la entrada principal del salón de té, distinguieron la figura del hombre-rata escabulléndose entre las sombras.
—¡Allí! —exclamó Akame, y acto seguido echó a correr en esa misma dirección.
Ignoraba si Aiko le seguía, pero él ya había tomado la decisión de cazar al Degollacontables. Sus pasos, veloces, resonaron en la estrecha callejuela. El asesino dobló una esquina a mano izquierda, y Akame se apostó tras ella, con la espalda pegada al muro. Luego asomó tímidamente la cabeza, lo justo para echar un vistazo a la callejuela tras la esquina.
¡CHAS!
El silbido inconfundible de una flecha que pasó rozándole la oreja para acabar perdiéndose en algún punto al fondo de la calle.
—¡Puta madre! —el Uchiha se retiró tan rápido como pudo, volviendo a su posición inicial, con la espalda pegada al muro de la esquina—. Hay un tirador apostado tras esta esquina.
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Mientras el caos iba esparciéndose poco a poco por el Salón del Té Honimusha, la música de Hei no paraba. Era como si los artistas, especialmente el maestro, estuviesen sumidos en un trance del que fuera difícil sacarlos. Datsue, desde su asiento y con la ropa empapada de sangre, fue entonces testigo de algo que pocos creerían después...
El cadáver de Takuya empezó a convulsionar, ligeramente al principio, con furia después. El contable se irguió en su cojín, con la garganta todavía abierta derramando sangre y los ojos vueltos, inertes. De sus labios escapó un quejido lastimero, casi un susurro, que sólo el joven Uchiha fue capaz de escuchar.
—Nezumi...
Entre tambaleos el hombre se puso en pie, con la cabeza hacia atrás y las ropas empapadas de sangre.
Aquello fue el detonante. La música paró, gritos y chillidos inundaron el ambiente y los clientes del Salón del Té de Honimusha montaron en pánico. Los que estaban sentados alrededor de la mesa de Datsue echaron a correr hacia la salida como pollos sin cabeza, en mitad de horrorizados chillidos. El tumulto general arroyó con mesas, cojines, platos, vasos y hasta con los empleados del local.
Cuando la muchedumbre llegó hasta la entrada, los porteros —atónitos— se apartaron con rapidez para dejar pasar a la aterrorizada multitud. Alguien tropezó en las escaleras, cayó, y otras pocas personas le pasaron por encima. Hubo más gritos, maldiciones y hasta un apuñalamiento.
Era el caos total. Los músicos también intentaron huir, abandonando el escenario. El señor Ishigami —dejando un reguero de sangre que fluía desde su gaznate rajado— caminó hacia la salida dando tumbos y luego se desplomó de nuevo, en el suelo, para quedar completamente inerte.