16/05/2017, 19:15
Shinjaka atendió al nombre, y observó al muchacho con mirada minuciosa. Entrecerró sus ojos y se acercó hasta invadir un poco de su espacio personal, sólo para sonreír ligeramente antes de poner de nuevo su cuerpo en rectitud.
—No tienes cara de Sakamoto, amigo mío. Pero quien soy yo para hablar de rostros, ¿verdad? si lo mío son las armas —le dio dos palmadas en la espalda y retrocedió, sólo para escuchar lo que Riko tenía para decir—.Pues, ese tal Soroku-sama está en todos lados, compañero. En nuestros corazones, en las armas que tú y tus colegas shinobi empuñan a diario. Está las piedras que calientan nuestras forjas, está en la sangre derramada de tus enemigos. Soroku-sama es ésta ciudad.
Bramó el aprendiz, melodioso y con prosa.
Pero una voz gruesa y carrasposa interrumpió su acto, y los pasos se hicieron cada vez más audibles. De aquel pasillo salió un hombre de altura prominente, ataviado de un chaleco sin mangas, pantalones holgados y botas de trabajo. Tenía la piel tostada similar a la de Shinjaka, aunque lo más característico de aquel hombre era la inmensa quemadura que ataviaba el lado izquierdo de su rostro, y la parte superior del cráneo.
El ojo izquierdo tenía su luz apagada, y los pocos vestigios de cabello castaño que podría haber quedado detrás de semejante herida ya cicatrizada, yacían en el lado derecho.
Un visible tatuaje adornaba el antebrazo derecho. Parecía una especie de hacha sostenida por dos manos de guerra, plasmada en un escudo de bronce.
—Oh, Shinjaka-kun, por favor. No exageres. Ésta ciudad no soy sólo yo, sino también otros buenos herreros con los que competimos sanamente. Sepan disculpar a mi aprendiz, jóvenes shinobi, es común que se deje llevar por su intrépida lengua.
Caminó despacio hasta una de las sillas aledañas y tomó asiento, quejándose. Luego juntó sus manos tintadas por el carbón y les miró a ambos con la expectante curiosidad de quien siente una extrañeza de que sea la tercera vez que dos genin acuden a su herrería, en busca de algo.
—Y bien, ¿en qué les puedo ayudar?
—Han acudido a las instalaciones de Yuunisho-san, y al parecer no le han pillado en un buen día. Su colega, Soroku-sama, no ha estado muy dispuesto a atender a las proposiciones de mi amigo Datsue, y yo pues, como humilde servidor a todo aquel que busque en nosotros el hierro, he creído conveniente traerlos hasta aquí. Quizás, usted pueda ayudarles, sensei.
—Uhmm, ¿es eso verdad? —inquirió, pasando su ojo muerto de Datsue a Riko, y de Riko a Datsue. Expectante, meticulosamente observador.
—No tienes cara de Sakamoto, amigo mío. Pero quien soy yo para hablar de rostros, ¿verdad? si lo mío son las armas —le dio dos palmadas en la espalda y retrocedió, sólo para escuchar lo que Riko tenía para decir—.Pues, ese tal Soroku-sama está en todos lados, compañero. En nuestros corazones, en las armas que tú y tus colegas shinobi empuñan a diario. Está las piedras que calientan nuestras forjas, está en la sangre derramada de tus enemigos. Soroku-sama es ésta ciudad.
Bramó el aprendiz, melodioso y con prosa.
Pero una voz gruesa y carrasposa interrumpió su acto, y los pasos se hicieron cada vez más audibles. De aquel pasillo salió un hombre de altura prominente, ataviado de un chaleco sin mangas, pantalones holgados y botas de trabajo. Tenía la piel tostada similar a la de Shinjaka, aunque lo más característico de aquel hombre era la inmensa quemadura que ataviaba el lado izquierdo de su rostro, y la parte superior del cráneo.
El ojo izquierdo tenía su luz apagada, y los pocos vestigios de cabello castaño que podría haber quedado detrás de semejante herida ya cicatrizada, yacían en el lado derecho.
Un visible tatuaje adornaba el antebrazo derecho. Parecía una especie de hacha sostenida por dos manos de guerra, plasmada en un escudo de bronce.
—Oh, Shinjaka-kun, por favor. No exageres. Ésta ciudad no soy sólo yo, sino también otros buenos herreros con los que competimos sanamente. Sepan disculpar a mi aprendiz, jóvenes shinobi, es común que se deje llevar por su intrépida lengua.
Caminó despacio hasta una de las sillas aledañas y tomó asiento, quejándose. Luego juntó sus manos tintadas por el carbón y les miró a ambos con la expectante curiosidad de quien siente una extrañeza de que sea la tercera vez que dos genin acuden a su herrería, en busca de algo.
—Y bien, ¿en qué les puedo ayudar?
—Han acudido a las instalaciones de Yuunisho-san, y al parecer no le han pillado en un buen día. Su colega, Soroku-sama, no ha estado muy dispuesto a atender a las proposiciones de mi amigo Datsue, y yo pues, como humilde servidor a todo aquel que busque en nosotros el hierro, he creído conveniente traerlos hasta aquí. Quizás, usted pueda ayudarles, sensei.
—Uhmm, ¿es eso verdad? —inquirió, pasando su ojo muerto de Datsue a Riko, y de Riko a Datsue. Expectante, meticulosamente observador.