17/05/2017, 21:09
(Última modificación: 17/05/2017, 21:15 por Umikiba Kaido.)
Soroku sonrió, y así lo hizo también su aprendiz. Ambos se miraron fijamente, y tras el asentir de su maestro, el segundo movió su cuerpo hasta una de las estanterías cercanas y cogió un gigantesco tomo polvoriento con encuadernado de cuero marrón y cuyas coyunturas estaban fijamente selladas con cilindros de hierro. En la portada, yacía plasmado la misma insignia que Soroku-sama tenía tatuado en su antebrazo.
Shinjaka aguardó expectante, frente a los jóvenes shinobi, y escuchó atentamente a lo que su maestro tenía que decir.
—¿Por qué los animales en las selvas de oonindo comparten del mismo reducido caudal durante las estaciones donde la sequía acaba con el orden natural de las cosas? —comentó, con tono curioso—. El león junto a las cebras y los cocodrilos con los bueyes. Las criaturas que ocupan los lugares más altos de la cadena alimenticia, bebiendo de la misma agua de la que beben aquellos a los que solían cazar en tiempos de prosperidad.
El imponente herrero se levantó se su asiento, sacudió ambas manos junto a la otra y una vez limpias se dignó a tomar el mismo libro que sostenía su galante pupilo. Lo observó como si se tratase de escritura sagrada, lo trató con tal delicadeza incluso cuando sus manos estaban más que acostumbradas a golpear sin piedad el hierro caliente para que éste cediera a sus deseos.
Finalmente, lo acercó hasta los linderos de Datsue, y Riko; y les mostró la caratula. Luego, lo abrió en la primera página. Cinco nombres reposaban en fila, con caligrafía legible. Nombres que quizás eran desconocidos para ellos, pero no así para quien los había venerado incluso desde pequeño.
—Hay que remontarnos a la época de las cinco antiguas grandes aldeas, donde la guerra y la desidia entre naciones era una realidad mucho más palpable de lo que lo es ahora. Los gremios de herreros servían a los propósitos de cada uno de sus países y a través de lo que tu llamas competencia de precios, nacían rivalidades que traían consigo el inevitable enfrentamiento. Y los enfrentamientos, traen sangre. Sangre desperdiciada, si me preguntas a mí —se mostró reflexivo durante sus palabras iniciales, y luego continuó—. entenderás que, al final de todo, cada gremio era influenciado por los intereses de las antiguas Aldeas. Los tratos cuestionables, los engaños y las mentiras dejaron al hierro de oonindo sin honor. Los Herreros vendían a quienes pagaban lo suficiente como para ganar una guerra.
La balanza se inclinaba a quien tuviera más dinero en su bolsillo. Y las armas eran creadas por el beneficio, y no por el honor que el hierro merece.
Shinjaka se abalanzó sigiloso, y se vio en la necesidad de soltar su lengua.
—Al final, la competencia no sirvió de nada, o sí, Datsue-kun? —advirtió, con sonrisa socorrona—. los Bijū no discriminarían entre qué herrero cobraba más, o cobraba menos. Todos cayeron de nuevo en el ciclo inevitable de la vida: donde las criaturas que ocupan el tope de la cadena alimenticia deciden volver a cazar. El que a hierro mata, a fuego muere.
Luego, les abrazó un silencio sepulcral. Un silencio necesario, para que los jóvenes shinobi procesaran tanta información. Y sin embargo, por lo que podían ver de Shinjaka y Soroku-sama, la historia aún no había terminado.
Shinjaka aguardó expectante, frente a los jóvenes shinobi, y escuchó atentamente a lo que su maestro tenía que decir.
—¿Por qué los animales en las selvas de oonindo comparten del mismo reducido caudal durante las estaciones donde la sequía acaba con el orden natural de las cosas? —comentó, con tono curioso—. El león junto a las cebras y los cocodrilos con los bueyes. Las criaturas que ocupan los lugares más altos de la cadena alimenticia, bebiendo de la misma agua de la que beben aquellos a los que solían cazar en tiempos de prosperidad.
El imponente herrero se levantó se su asiento, sacudió ambas manos junto a la otra y una vez limpias se dignó a tomar el mismo libro que sostenía su galante pupilo. Lo observó como si se tratase de escritura sagrada, lo trató con tal delicadeza incluso cuando sus manos estaban más que acostumbradas a golpear sin piedad el hierro caliente para que éste cediera a sus deseos.
Finalmente, lo acercó hasta los linderos de Datsue, y Riko; y les mostró la caratula. Luego, lo abrió en la primera página. Cinco nombres reposaban en fila, con caligrafía legible. Nombres que quizás eran desconocidos para ellos, pero no así para quien los había venerado incluso desde pequeño.
—Hay que remontarnos a la época de las cinco antiguas grandes aldeas, donde la guerra y la desidia entre naciones era una realidad mucho más palpable de lo que lo es ahora. Los gremios de herreros servían a los propósitos de cada uno de sus países y a través de lo que tu llamas competencia de precios, nacían rivalidades que traían consigo el inevitable enfrentamiento. Y los enfrentamientos, traen sangre. Sangre desperdiciada, si me preguntas a mí —se mostró reflexivo durante sus palabras iniciales, y luego continuó—. entenderás que, al final de todo, cada gremio era influenciado por los intereses de las antiguas Aldeas. Los tratos cuestionables, los engaños y las mentiras dejaron al hierro de oonindo sin honor. Los Herreros vendían a quienes pagaban lo suficiente como para ganar una guerra.
La balanza se inclinaba a quien tuviera más dinero en su bolsillo. Y las armas eran creadas por el beneficio, y no por el honor que el hierro merece.
Shinjaka se abalanzó sigiloso, y se vio en la necesidad de soltar su lengua.
—Al final, la competencia no sirvió de nada, o sí, Datsue-kun? —advirtió, con sonrisa socorrona—. los Bijū no discriminarían entre qué herrero cobraba más, o cobraba menos. Todos cayeron de nuevo en el ciclo inevitable de la vida: donde las criaturas que ocupan el tope de la cadena alimenticia deciden volver a cazar. El que a hierro mata, a fuego muere.
Luego, les abrazó un silencio sepulcral. Un silencio necesario, para que los jóvenes shinobi procesaran tanta información. Y sin embargo, por lo que podían ver de Shinjaka y Soroku-sama, la historia aún no había terminado.