8/06/2017, 21:31
(Última modificación: 29/07/2017, 02:42 por Amedama Daruu.)
—...por los aires, después de que nos estallara una bomba en el culo —gruñó Daruu. Resopló y se dio la vuelta—. En fin... Si nos damos prisa, en un par de horas estaremos en Yachi, antes de que anochezca. Allí podremos descansar, y a la hora de comer de mañana habremos llegado a los dojos. Vamos, hacia el sur.
—Oh, vamos, vamos. No seáis tan serios, pequeñajos. ¡Os vais a parecer a mi querido cuñado!
Pero retomaron el camino hacia el sur. Ayame y Karoi no habían sufrido daños externos visibles, pero a la muchacha aún le dolía el pecho del golpetazo que había recibido contra el suelo.
Al cabo de varias horas, las montañas del Valle de los Dojos comenzaron a asomarse en el horizonte. No quedaba mucho para llegar, pero se les estaba echando la noche encima y, tal y como habían acordado, pararon en Yachi ya que les quedaba de camino. Sin embargo, no se quedaron dentro del pueblo de las calabazas, Daruu guió a Karoi y a Ayame un poco más allá, hasta el famoso acantilado que daba su fama a aquella región. Pena para los habitantes de Yachi, que deseaban ser conocidos por sus calabazas y no por el precipicio. Sin embargo, no se podía culpar a aquel hecho. Las vistas desde arriba, con aquel corte perfecto en la tierra como si un antiguo dios hubiese descargado un espadazo contra aquella y el río corriendo por el fondo del abismo, eran verdaderamente sobrecogedoras.
—Cuidado, no caminéis cerca del borde —advirtió Daruu cuando empezaron a recorrer un sendero que bajaba zigzagueando por el cañón—. Probablemente sólo caigais al siguiente segmento de camino, pero el tortazo no es pequeño.
Ayame asintió. Aunque ya había sido prevenida y había utilizado su control de chakra para asegurarse la adhesión contra la roca que quedaba bajo sus pies.
Bajaron durante un largo rato, hasta llegar al valle que se encontraba en el fondo entre los dos cortes del precipicio. La hierba crecía brillante y, un poco más allá, el río corría con sus aguas cristalinas. A varias decenas de metros, una cabaña de madera se alzaba en aquel pequeño trocito de belleza.
—¡Allí es! Fijáos qué bonito. Aún no sé cómo consiguió mi madre esta cabaña, pero es la leche —dijo—. Sobretodo porque no hay mucha gente que conozca el sendero por el que hemos bajado. Está bastante aislada. Cuando quiero un poco de tranquilidad o naturaleza, incluso entrenar, me vengo aquí unos días.
—¡Ay, parece la cabaña de los Nana Shōnin! —exclamó Ayame, sobrecogida por la belleza de aquel paraje. Para ella, que amaba la naturaleza y vivía rodeada de rascacielos y cemento, aquello era un auténtico paraíso.
Karoi soltó una carcajada al escuchar la referencia a aquel cuento infantil.
—¿Sabes una cosa, Ayame? Tu madre me contó una vez que estuvo a punto de llamarte Shiroyuki.
—De... ¿De verdad? —murmuró. No había oído muchas cosas acerca de su madre, y cualquier dato nuevo que le revelaban sobre ella era como un trago de agua para calmar su insaciable sed. Sonrió con cierta tristeza—. Bueno, menos mal que no lo hizo. Me gusta más como suena Ayame.
La puerta de la cabaña se abrió con un lastimero chirrido cuando Daruu giró la llave. Era cierto que olía un poco a cerrado y a polvo, pero eso a Ayame no le importó. La cabaña era igual de bonita por dentro que por fuera. Estaba enteramente construida de madera. Desde el pasillo de la entrada se abrían dos habitaciones a izquierda y a derecha. La de la izquierda conducía al salón y la de la derecha a la cocina. Al fondo, las escaleras subían al piso de arriba, donde se encontraban tres habitaciones y el cuarto de baño.
—Podréis dormir en la habitación de invitados. ¡Sentíos como en casa!
—Muchas gracias por dejarnos dormir aquí, Daruu-san —dijo Ayame, con una sonrisa.
—¡Lo mismo digo! Vamos, Ayame, vamos a acomodarnos.
Subieron las escaleras y, tras un par de intentos fallidos, dieron al fin con la habitación de invitados. Ayame se acercó a una de las camas y dejó la mochila de viaje a sus pies para después estirar los brazos y masajearse los hombros, aliviada.
—Entonces ya conoces el Suika, ¿sí? —escuchó a Karoi detrás de ella. Se volvió con cierta lentitud y asintió—. ¿Conoces alguna técnica más del clan?
Ayame negó con la cabeza, algo nerviosa.
—Bueno, eso solo hace que avancemos un escalón —añadió, pensativo—. ¿Quieres salir luego fuera de la cabaña? Quizás pueda enseñarte alguna cosilla antes de despedirnos, ¿sí?
—Bueno... vale...
Karoi sonrió y alzó una de sus manazas para revolverle el pelo. Ayame se encogió sobre sí misma, sonrojada.
—Pero ahora bajemos, Daruu-kun debe estar esperándonos, ¿sí?
—Oh, vamos, vamos. No seáis tan serios, pequeñajos. ¡Os vais a parecer a mi querido cuñado!
Pero retomaron el camino hacia el sur. Ayame y Karoi no habían sufrido daños externos visibles, pero a la muchacha aún le dolía el pecho del golpetazo que había recibido contra el suelo.
...
Al cabo de varias horas, las montañas del Valle de los Dojos comenzaron a asomarse en el horizonte. No quedaba mucho para llegar, pero se les estaba echando la noche encima y, tal y como habían acordado, pararon en Yachi ya que les quedaba de camino. Sin embargo, no se quedaron dentro del pueblo de las calabazas, Daruu guió a Karoi y a Ayame un poco más allá, hasta el famoso acantilado que daba su fama a aquella región. Pena para los habitantes de Yachi, que deseaban ser conocidos por sus calabazas y no por el precipicio. Sin embargo, no se podía culpar a aquel hecho. Las vistas desde arriba, con aquel corte perfecto en la tierra como si un antiguo dios hubiese descargado un espadazo contra aquella y el río corriendo por el fondo del abismo, eran verdaderamente sobrecogedoras.
—Cuidado, no caminéis cerca del borde —advirtió Daruu cuando empezaron a recorrer un sendero que bajaba zigzagueando por el cañón—. Probablemente sólo caigais al siguiente segmento de camino, pero el tortazo no es pequeño.
Ayame asintió. Aunque ya había sido prevenida y había utilizado su control de chakra para asegurarse la adhesión contra la roca que quedaba bajo sus pies.
Bajaron durante un largo rato, hasta llegar al valle que se encontraba en el fondo entre los dos cortes del precipicio. La hierba crecía brillante y, un poco más allá, el río corría con sus aguas cristalinas. A varias decenas de metros, una cabaña de madera se alzaba en aquel pequeño trocito de belleza.
—¡Allí es! Fijáos qué bonito. Aún no sé cómo consiguió mi madre esta cabaña, pero es la leche —dijo—. Sobretodo porque no hay mucha gente que conozca el sendero por el que hemos bajado. Está bastante aislada. Cuando quiero un poco de tranquilidad o naturaleza, incluso entrenar, me vengo aquí unos días.
—¡Ay, parece la cabaña de los Nana Shōnin! —exclamó Ayame, sobrecogida por la belleza de aquel paraje. Para ella, que amaba la naturaleza y vivía rodeada de rascacielos y cemento, aquello era un auténtico paraíso.
Karoi soltó una carcajada al escuchar la referencia a aquel cuento infantil.
—¿Sabes una cosa, Ayame? Tu madre me contó una vez que estuvo a punto de llamarte Shiroyuki.
—De... ¿De verdad? —murmuró. No había oído muchas cosas acerca de su madre, y cualquier dato nuevo que le revelaban sobre ella era como un trago de agua para calmar su insaciable sed. Sonrió con cierta tristeza—. Bueno, menos mal que no lo hizo. Me gusta más como suena Ayame.
La puerta de la cabaña se abrió con un lastimero chirrido cuando Daruu giró la llave. Era cierto que olía un poco a cerrado y a polvo, pero eso a Ayame no le importó. La cabaña era igual de bonita por dentro que por fuera. Estaba enteramente construida de madera. Desde el pasillo de la entrada se abrían dos habitaciones a izquierda y a derecha. La de la izquierda conducía al salón y la de la derecha a la cocina. Al fondo, las escaleras subían al piso de arriba, donde se encontraban tres habitaciones y el cuarto de baño.
—Podréis dormir en la habitación de invitados. ¡Sentíos como en casa!
—Muchas gracias por dejarnos dormir aquí, Daruu-san —dijo Ayame, con una sonrisa.
—¡Lo mismo digo! Vamos, Ayame, vamos a acomodarnos.
Subieron las escaleras y, tras un par de intentos fallidos, dieron al fin con la habitación de invitados. Ayame se acercó a una de las camas y dejó la mochila de viaje a sus pies para después estirar los brazos y masajearse los hombros, aliviada.
—Entonces ya conoces el Suika, ¿sí? —escuchó a Karoi detrás de ella. Se volvió con cierta lentitud y asintió—. ¿Conoces alguna técnica más del clan?
Ayame negó con la cabeza, algo nerviosa.
—Bueno, eso solo hace que avancemos un escalón —añadió, pensativo—. ¿Quieres salir luego fuera de la cabaña? Quizás pueda enseñarte alguna cosilla antes de despedirnos, ¿sí?
—Bueno... vale...
Karoi sonrió y alzó una de sus manazas para revolverle el pelo. Ayame se encogió sobre sí misma, sonrojada.
—Pero ahora bajemos, Daruu-kun debe estar esperándonos, ¿sí?