12/06/2017, 19:37
Kazeyōbi, 2 de Ceniza del año 217
Ya llevaba en el Valle de los Dojos un par de días. La verdad es que, aunque al principio se había visto abrumada ante la sola idea de tener que vivir ella sola, se había apañado bastante bien. Si no se tenía en cuenta el accidente que había tenido con la harina cuando fue a prepararse su primer cena y el dilema al que se tuvo que someter cuando se dio cuenta de que no había encendido el agua caliente cuando ya se había metido en la ducha... todo había ido a pedir de boca.
Sin embargo, también habían ocurrido muchas cosas en muy poco tiempo. La súbita aparición de su tío, hasta ahora un completo desconocido para ella, había puesto patas arriba todo su mundo. En un gesto inconsciente, Ayame apretó el puño derecho, y las vendas que lo envolvían crujieron levemente. Necesitaba pensar. Y necesitaba un lugar relajado para hacerlo. Según había podido comprobar en el mapa que le habían dado al entrar en los dojos, al otro lado del valle donde ella se hospedaba se alzaba Hokutōmori, un pequeño bosque. Era justo lo que necesitaba, un poco de naturaleza impregnada de paz, por lo que comenzó a andar hacia allí.
El camino fue largo. Tomó el sendero desde Nishinoya, tuvo que pasar de largo varios dojos interiores y plataformas de combate, tuvo que atravesar de lado a lado Sendōshi, la capital que se encontraba en el centro; y retomar otro sendero hacia Hokutōmori.
—Jo... ya podríamos alojarnos en Kitanoya, y no en el otro extremo del mundo —se lamentó en voz alta, bajo el inclemente calor del verano.
El trayecto entero debió suponer unas dos horas. Sin embargo, y pese a su agotamiento físico y mental, debía admitir que valía enteramente la pena. Una enorme masa de árboles se alzaban como agujas contra el cielo despejado. A modo de banda sonora, se podían escuchar desde la el follaje el trino de los pájaros. Ayame avanzó rodeando el vallado que cercaba la zona. Y cuando ya comenzaba a pensar que el acceso al interior del bosque debía de estar prohibido, dio con la entrada de acceso. Un torii de color rojo se alzaba a pocos metros de su posición y a sus pies un cartel.
—Prohibido combatir —leyó en voz alta, y entonces se encogió de hombros con una sonrisa.
Era justo lo que necesitaba.