20/06/2017, 19:47
... pero si te pego una ostia te pongo a andar.
Así rezaba un inmaculado cartel colgado en la pared frontal del dojo, al final de la habitación. El mensaje estaba escrito con excelente caligrafía, tinta negra sobre pergamino blanco y enmarcado en madera y vidrio. Era bastante grande —al menos de un metro por medio metro— y parecía dominar toda la estancia, colgado sobre el tatami. La sala en cuestión no era ni demasiado amplia ni demasiado pequeña, y disponía como mobiliario de tan sólo un taquillero de madera con media docena de puestos. El Sol matinal se filtraba por los grandes ventanales dispuestos a ambos lados de la habitación, llenándola de una confortable luz.
Akame llevaba ya un par de horas entrenando. No había pegado apenas ojo aquella noche, y no porque su habitación no fuese cómoda. Había desayunado bien —fruta con cereales, leche y dos rebanadas de pan con jamón de pavo—, y después de enfundarse en su característico atuendo ninja, había decidido empezar con buen pie su estancia en Los Dojos.
Los pliegues de su pantalón corto se bamboleaban con cada movimiento. Un paso atrás, otro al lado, dos hacia delante. Llevaba una camiseta sin mangas de color negro, ya algo sudada y su pelo azabache recogido en una coleta que le llegaba ya hasta más abajo de la nuca. Todas sus posesiones, incluídas una toalla y una cantimplora con agua helada, estaban guardadas en el casillero número uno del armario. Lucía vendas en los tobillos, rodillas, codos y manos.
Golpeaba a un enemigo invisible, se protegía y luego esquivaba. El Taijutsu era, posiblemente, su peor faceta; y no podía permitirse una cosa así.
Así rezaba un inmaculado cartel colgado en la pared frontal del dojo, al final de la habitación. El mensaje estaba escrito con excelente caligrafía, tinta negra sobre pergamino blanco y enmarcado en madera y vidrio. Era bastante grande —al menos de un metro por medio metro— y parecía dominar toda la estancia, colgado sobre el tatami. La sala en cuestión no era ni demasiado amplia ni demasiado pequeña, y disponía como mobiliario de tan sólo un taquillero de madera con media docena de puestos. El Sol matinal se filtraba por los grandes ventanales dispuestos a ambos lados de la habitación, llenándola de una confortable luz.
Akame llevaba ya un par de horas entrenando. No había pegado apenas ojo aquella noche, y no porque su habitación no fuese cómoda. Había desayunado bien —fruta con cereales, leche y dos rebanadas de pan con jamón de pavo—, y después de enfundarse en su característico atuendo ninja, había decidido empezar con buen pie su estancia en Los Dojos.
Los pliegues de su pantalón corto se bamboleaban con cada movimiento. Un paso atrás, otro al lado, dos hacia delante. Llevaba una camiseta sin mangas de color negro, ya algo sudada y su pelo azabache recogido en una coleta que le llegaba ya hasta más abajo de la nuca. Todas sus posesiones, incluídas una toalla y una cantimplora con agua helada, estaban guardadas en el casillero número uno del armario. Lucía vendas en los tobillos, rodillas, codos y manos.
Golpeaba a un enemigo invisible, se protegía y luego esquivaba. El Taijutsu era, posiblemente, su peor faceta; y no podía permitirse una cosa así.