22/06/2017, 15:59
(Última modificación: 22/06/2017, 16:00 por Uchiha Akame.)
El Uchiha alzó una ceja, escéptico, ante las palabras de su compañero. «Vamos, vamos, Datsue-kun... Una cosa es que me intentes vender que el acero de las espadas que venden en la tienda de tu amigo está forjado en las llamas de Amaterasu, y otra bien distinta es tomarme por idiota». Pese a que no se creía una palabra de lo que el otro Uchiha decía —le conocía poco, pero lo suficiente como para saber que era de esas personas que tendían a exagerar un poco las cosas—, no dijo nada. Quizás las dos yamirienses sí le creyesen.
—Por todos los dioses... —murmuró la primera, alzando la vista hacia el techo y formulando un sencillo símbolo sagrado con la mano izquierda.
—Es imposible que un muerto ande —replicó la otra, mucho más escéptica—. Seguramente... Quedó moribundo y trató de buscar ayuda, sí.
Sin embargo, las palabras de Datsue seguían fluyendo como una cascada. Las mujeres habían terminado ya casi por completo su cerveza, y estaban empezando a notarse ebrias. Mientras que la primera seguía rezando en voz baja, la segunda adoptó un tono algo más atrevido.
—¿Miedo? ¿Quién ha dicho miedo, shinobi-san? —las palabras empezaban a trabársele—. Mira, te diré una cosa... Si supiera qué tiene que ver El Jefe en todo esto, ya me habría ganado un buen fajo de billetes. Lo que ofrece Daimyo-sama por su cabeza no es poca cosa.
Akame suspiró, decepcionado. Probablemente aquel jefecillo del hampa local era tan notorio como para cubrir bien sus huellas, o tan poco como para que éstas no durasen mucho. De repente, la voz tímida y teñida de alcohol de la primera mujer le sacó de sus pensamientos.
—Yumiko-san, deberíamos marcharnos ya a casa. Me gustaría ir mañana al velatorio, a ofrecer un poco de incienso y una oración por el alma de Ishigami.
—¿Qué? Oh, venga ya... —protestó la otra, más animada—. Le hará falta más de eso para expiar la mitad de sus pecados —dijo luego, dándose por vencida. Terminó de un trago su cerveza, dejó algunos billetes sobre la mesa y se levantó junto a su amiga—. Buenas noches, shinobis.
El mayor de los Uchiha las observó marcharse por el concurrido salón, con la mirada perdida en las nalgas de la más tímida de las mujeres. «Velatorio...». De repente, Akame se giró hacia su compañero de profesión, con los ojos encendidos.
—¿Dijiste que el muerto se levantó?
Algunas de las mariposas de Aiko se dirigieron hacia la parte más rica de la ciudad —la que rodeaba el espléndido palacio del Daimyo— en busca de... ¿De qué? Lo que encontraron fueron residencias de dos y tres plantas con amplios jardines, fuentes de piedra bien decoradas y diverso paisaje; a aquellas horas de la noche no había apenas un alma en las calles del barrio noble de Yamiria, a excepción de algún que otro señor borracho y bien acompañado.
Por otra parte, las que se dirigieron hacia las afueras empezaron a peinar los campos que rodeaban la ciudad. Incluso de noche, había algún que otro transeúte circulando por los caminos. Aunque no encontraron ni rastro del hombre con cara de rata —por la noche y desde las alturas era difícil distinguir—, y del ninja nisiquiera conocía su aspecto. Parecía que la búsqueda iba a ser, una vez más, infructuosa.
Para cuando hubiesen pasado algunas horas, el cansancio que debía sentir aquella chica era titánico. Probablemente sus compañeros ya se hubiesen ido a dormir, pues debían ser por lo menos las tres o cuatro de la madrugada.
—Por todos los dioses... —murmuró la primera, alzando la vista hacia el techo y formulando un sencillo símbolo sagrado con la mano izquierda.
—Es imposible que un muerto ande —replicó la otra, mucho más escéptica—. Seguramente... Quedó moribundo y trató de buscar ayuda, sí.
Sin embargo, las palabras de Datsue seguían fluyendo como una cascada. Las mujeres habían terminado ya casi por completo su cerveza, y estaban empezando a notarse ebrias. Mientras que la primera seguía rezando en voz baja, la segunda adoptó un tono algo más atrevido.
—¿Miedo? ¿Quién ha dicho miedo, shinobi-san? —las palabras empezaban a trabársele—. Mira, te diré una cosa... Si supiera qué tiene que ver El Jefe en todo esto, ya me habría ganado un buen fajo de billetes. Lo que ofrece Daimyo-sama por su cabeza no es poca cosa.
Akame suspiró, decepcionado. Probablemente aquel jefecillo del hampa local era tan notorio como para cubrir bien sus huellas, o tan poco como para que éstas no durasen mucho. De repente, la voz tímida y teñida de alcohol de la primera mujer le sacó de sus pensamientos.
—Yumiko-san, deberíamos marcharnos ya a casa. Me gustaría ir mañana al velatorio, a ofrecer un poco de incienso y una oración por el alma de Ishigami.
—¿Qué? Oh, venga ya... —protestó la otra, más animada—. Le hará falta más de eso para expiar la mitad de sus pecados —dijo luego, dándose por vencida. Terminó de un trago su cerveza, dejó algunos billetes sobre la mesa y se levantó junto a su amiga—. Buenas noches, shinobis.
El mayor de los Uchiha las observó marcharse por el concurrido salón, con la mirada perdida en las nalgas de la más tímida de las mujeres. «Velatorio...». De repente, Akame se giró hacia su compañero de profesión, con los ojos encendidos.
—¿Dijiste que el muerto se levantó?
—
Algunas de las mariposas de Aiko se dirigieron hacia la parte más rica de la ciudad —la que rodeaba el espléndido palacio del Daimyo— en busca de... ¿De qué? Lo que encontraron fueron residencias de dos y tres plantas con amplios jardines, fuentes de piedra bien decoradas y diverso paisaje; a aquellas horas de la noche no había apenas un alma en las calles del barrio noble de Yamiria, a excepción de algún que otro señor borracho y bien acompañado.
Por otra parte, las que se dirigieron hacia las afueras empezaron a peinar los campos que rodeaban la ciudad. Incluso de noche, había algún que otro transeúte circulando por los caminos. Aunque no encontraron ni rastro del hombre con cara de rata —por la noche y desde las alturas era difícil distinguir—, y del ninja nisiquiera conocía su aspecto. Parecía que la búsqueda iba a ser, una vez más, infructuosa.
Para cuando hubiesen pasado algunas horas, el cansancio que debía sentir aquella chica era titánico. Probablemente sus compañeros ya se hubiesen ido a dormir, pues debían ser por lo menos las tres o cuatro de la madrugada.