26/06/2017, 12:59
(Última modificación: 29/07/2017, 02:43 por Amedama Daruu.)
La cena siguió su camino sin ningún hecho reseñable. Ayame y Daruu permanecieron en silencio, mientras que a Karoi casi le faltó silencio por rellenar con su cálida sociabilidad. Los tres terminaron de comer y recogieron el pequeño desorden, asegurándose de dejar todo como lo habían encontrado. Daruu bostezó en la entrada del salón e indicó que estaba cansado y necesitaba dormir para sobrellevar el viaje del día siguiente.
Pero cuando subió las escaleras, entró en su habitación y cerró la puerta con llave, desdijo sus propias palabras, se sentó en la cama, sacó de su mochila un extraño pergamino, activó su Byakugan y viajó muy lejos de allí, aunque fuera tan sólo figuradamente.
—Ayame —dijo Daruu, moviendo el hombro de una muchacha que yacía tumbada en la hierba del exterior de la cabaña—. Ayame. ¿Qué haces durmiendo aquí fuera? ¿No ves que hace un frío que pela?
Era verdad. Por la noche, en el acantilado de Yachi soplaba un viento del norte proveniente del País de la Tierra que venía cargado con al menos cuatro kilokoris por minuto. Daruu soltó una risilla. A veces se sorprendía a sí mismo. Menudas tonterías se le ocurrían: debía ser el sueño.
Y no era para menos, el muchacho tenía unas ojeras como de no haber dormido en mucho tiempo.
—Tampoco es que te aconseje entrar adentro. Tu tío ronca como un condenado —rio—. Pero te he traído una manta.
Extendió su mano y le tendió una manta de color morado para que se tapara con ella. Él llevaba otra de color verde en la otra mano. Se tumbó a medio metro y se tapó hasta el cuello. Se estremeció ligeramente y suspiró con gusto.
—Ayame, he estado pensando una cosa... —dijo, mirando hacia otro lado—. Sobre lo que ocurrió en el laberinto.
»Aún no estoy seguro... No estoy seguro. De lo que significa. Pero aquél beso... Me... Me gustó. Un poquito.
Se acurrucó un poco, protegiéndose de un peligro inexistente.
—Buenas noches, Ayame.
Pero cuando subió las escaleras, entró en su habitación y cerró la puerta con llave, desdijo sus propias palabras, se sentó en la cama, sacó de su mochila un extraño pergamino, activó su Byakugan y viajó muy lejos de allí, aunque fuera tan sólo figuradamente.
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—Ayame —dijo Daruu, moviendo el hombro de una muchacha que yacía tumbada en la hierba del exterior de la cabaña—. Ayame. ¿Qué haces durmiendo aquí fuera? ¿No ves que hace un frío que pela?
Era verdad. Por la noche, en el acantilado de Yachi soplaba un viento del norte proveniente del País de la Tierra que venía cargado con al menos cuatro kilokoris por minuto. Daruu soltó una risilla. A veces se sorprendía a sí mismo. Menudas tonterías se le ocurrían: debía ser el sueño.
Y no era para menos, el muchacho tenía unas ojeras como de no haber dormido en mucho tiempo.
—Tampoco es que te aconseje entrar adentro. Tu tío ronca como un condenado —rio—. Pero te he traído una manta.
Extendió su mano y le tendió una manta de color morado para que se tapara con ella. Él llevaba otra de color verde en la otra mano. Se tumbó a medio metro y se tapó hasta el cuello. Se estremeció ligeramente y suspiró con gusto.
—Ayame, he estado pensando una cosa... —dijo, mirando hacia otro lado—. Sobre lo que ocurrió en el laberinto.
»Aún no estoy seguro... No estoy seguro. De lo que significa. Pero aquél beso... Me... Me gustó. Un poquito.
Se acurrucó un poco, protegiéndose de un peligro inexistente.
—Buenas noches, Ayame.