29/06/2017, 20:37
(Última modificación: 30/06/2017, 08:12 por Uchiha Akame.)
La carreta siguió su camino a través de las calles del pueblo. No sólo no se veía un alma por allí, sino que además el lugar se encontraba en un estado de limpieza y arreglo que contrastaba con aquella niebla tenebrosa y el aspecto destartalado del embarcadero. Las calles estaban pavimentadas con adoquines de color gris piedra, y unas pequeñas vallas de madera —pintadas de blanco también— señalaban claramente dónde comenzaba la parcela de una casa y dónde terminaba. Al adentrarse en el pueblo, ya dejando muy atrás el embarcadero y el cartel de bienvenida, los muchachos pudieron ver a través de los cristales de sus ventanas que todas las casas estaban numeradas en perfecto orden, empezando por el uno.
—Parece que el señor Soshuro es muy ordenado —comentó el Uchiha con cierto tono satisfecho. Al menos algo se hacía bien en aquella isla.
De repente, el carromato dio un brinco. Una de las ruedas había topado con un desnivel en la calzada, una imperfección que sin duda parecía impropia del lugar. Akame se asomó por la ventana y pudo ver la casa frente a la que justo estaban pasando, la número siete. Parecía tener un pequeño corral, construido de forma bastante pobre, junto al edificio. Y en él, un par de cabras retozaban y bufaban, visiblemente alteradas. Probablemente de no ser por los lazos que las mantenían atadas a un poste, habrían huído a todo correr.
Pasadas las viviendas, el carromato empezó a subir una cuesta al final de la cual, sobre un pequeño monte, se erigía la mansión del señor Soshuro. Incluso desde allí, en la carreta, se podía distinguir que el edificio era imponente; muy grande y amplio, de tres plantas y rodeado de una enorme parcela. «El viejo no escatima en comodidades», se dijo Akame. Junto a la casa, bajo la colina, se podía distinguir una especie de faro; algo más pequeño de lo que cabría esperarse. En mitad de la oscuridad no se podían intuir muchos detalles, pero no parecía estar en funcionamiento. Había luz en la última planta, pero no parecía tan intensa —ni de lejos— como sería necesario para guiar a los barcos... «Aparte de que la costa está a un par de kilómetros de distancia... ¿Qué sentido tiene construir un faro aquí en medio?».
Kaido, que iba sentado el más próximo a la ventana desde la que se podía ver el faro, pudo intuir una figura en el balcón del edificio. Parecía estar observándoles.
Llegaron poco después a la mansión del noble. Los carromatos pasaron el arco de piedra que franqueaba la entrada al recinto y luego subieron un corto camino de tierra hasta la entrada de la vivienda. Desde aquella colina se podía ver un bosque muy frondoso, que se extendía desde los pies de la misma hasta el final de la Isla —el opuesto a donde los chicos habían desembarcado—.
—Ah, pasen, pasen mis queridos invitados —les pidió Soshuro tras bajar del carromato con ayuda de uno de sus guardaespaldas. Los otros tres subieron la escalinata de mármol que llevaba a la enorme puerta principal y la abrieron entre dos. Akame, obediente, se bajó de su carromato e ingresó en la mansión.
La entrada era una estancia amplia, bien adornada con todo tipo de lujos; lámparas bañadas en oro, cortinas de seda blanca, y varios cuadros de figuras que a ninguno de los ninja le resultaron familiares. Nada más entrar un par de criados se aseguraron de que no se mojaran con la lluvia abriendo extensos paraguas y luego les guiaron hasta el comedor.
El salón-comedor resultó ser incluso más grande que la entrada. Una mesa larga de caoba estaba dispuesta en el centro, con suficientes sillas a su alrededor como para que todos los invitados, y su señor, tomaran asiento. Los guardaespaldas permanecieron de pie, tras Soshuro, al igual que el resto de criados.
—Ah, ahora que ya estamos acomodados, permitidme daros la bienvenida a mi isla, la Isla Monotonía —anunció el viejo, tratando sin éxito de sonar altivo—. Por favor, disfrutad cuanto queráis de la comida —añadió, mientras más criados entraban en la sala portando bandejas con todo tipo de manjares—.
Akame empezó por devorar una pierna asada de cordero que una muchachita de apenas trece años había dejado cerca suya, mientras que con la mano libre pidió que le sirvieran un poco de zumo de frutas. «Otra cosa quizás no, ¡pero estoy comiendo como nunca! Por todos los dioses, sólo por esto ya ha merecido la pena el viaje», pensó el Uchiha —probablemente olvidándose de la tormenta.
—Ah, ¿qué tal si me hablan un poco de ustedes? Al fin y al cabo, mañana por la mañana uno de los presentes habrá heredado esta isla, junto con toda mi fortuna.