30/06/2017, 01:16
El trayecto hasta los linderos de la gran mansión del viejo Soshuro transcurrió sin ningún tipo de inconveniente salvo por algún bache en el camino. Quizás para los más atentos, aquello habría significado algo —teniendo en cuenta que si había algo intachable e innegable de aquella isla, es que todo lucía perfectamente pulcro y ordenado; como si se tratase de un pueblo en el que su monarca fuera poco piadoso para con las imperfecciones— pero al escualo no le llamó para nada la atención. Al contrario, se sintió ligeramente aliviado al encontrarse finalmente con algo que estuviera vivo, como lo eran aquellas cabras asustadizas encerradas en el maltrecho corral de la casa número siete.
No obstante, el gyojin no podía dejar a un lado el hecho de que el pueblo le crispaba los nervios. Y mientras más avanzaban por la colina, mayor era su corazonada de que la isla Monotonía tenía algo especial, y diferente; y sus compañeros seguramente estarían de acuerdo en que lo desconocido generaba ese tipo de temor. Un temor resarcido con cada metro de avance, con cada detalle. Con cada discrepancia entre las edificaciones del pueblo, como aquella gigante mansión de tres pisos, y el mal ubicado faro a su costado.
Uno en el que pudo ver desde su privilegiada posición, la figura de un hombre frente al ventanal observándoles con detenimiento. Kaido tuvo que apretarse las piernas, en silencio, y rastrilló los dientes.
«Vamos, ten un poco de coraje; escualo de mierda. ¿Una bestia como tú rehuyendo de un pueblo fantasma? ¡eres el maldito tiburón de Amegakure, nada debe asustarte!»
Torció el gesto, y dejó que la densa neblina consumiera sus pensamientos. Hasta que el carruaje se detuvo, y tuvieron que bajar.
Lo que vino después fue un viaje de excentricidades y derroches en los que cersioraba a los presentes con cada paso lo tangible que llegaba a ser la fortuna del viejo Soshuro. Los adornos de oro, los inmensos espacios, las ostentosas decoraciones. Tantas comodidades reunidas en un sólo lugar, que llegaba a ser hasta cierto punto abrumador. Kaido no pudo evitar compararle con aquel hombre llamado Satomu, filántropo millonario del país del Fuego. Ambos tenían similitudes agobiantes.
Y fue esa comparación de aventuras lo que le obligó a pasar épicamente del banquete. Si aquella vez temió ser envenenado, esa noche lo temía aún más.
—Ah, ¿qué tal si me hablan un poco de ustedes? Al fin y al cabo, mañana por la mañana uno de los presentes habrá heredado esta isla, junto con toda mi fortuna.
—Por aquí Umikiba Kaido, el shinobi más insigne de todo el jodido país de la Tormenta. Siéndole sincero, he venido aquí sin una pizca de expectativa para con su jodida fortuna, porque siendo realista; soy el que menos probabilidades tiene de ser elegido. No sé en que basará esa elección, sin embargo, pero para mí es mejor prevenir que lamentar. Una bestia como yo no es de los que se lamenta por nada —acotó, son la impropia seriedad de su persona. No era usual verle hablar tan sincero, y centrado—. aunque si es tan amable, como premio de consolación me gustaría que me hablase un poco sobre éste país, quiero conocer acerca de sus pueblos, de su folclore, de si las historias que se cuentan en mis tierras son ciertas, o no.
No obstante, el gyojin no podía dejar a un lado el hecho de que el pueblo le crispaba los nervios. Y mientras más avanzaban por la colina, mayor era su corazonada de que la isla Monotonía tenía algo especial, y diferente; y sus compañeros seguramente estarían de acuerdo en que lo desconocido generaba ese tipo de temor. Un temor resarcido con cada metro de avance, con cada detalle. Con cada discrepancia entre las edificaciones del pueblo, como aquella gigante mansión de tres pisos, y el mal ubicado faro a su costado.
Uno en el que pudo ver desde su privilegiada posición, la figura de un hombre frente al ventanal observándoles con detenimiento. Kaido tuvo que apretarse las piernas, en silencio, y rastrilló los dientes.
«Vamos, ten un poco de coraje; escualo de mierda. ¿Una bestia como tú rehuyendo de un pueblo fantasma? ¡eres el maldito tiburón de Amegakure, nada debe asustarte!»
Torció el gesto, y dejó que la densa neblina consumiera sus pensamientos. Hasta que el carruaje se detuvo, y tuvieron que bajar.
Lo que vino después fue un viaje de excentricidades y derroches en los que cersioraba a los presentes con cada paso lo tangible que llegaba a ser la fortuna del viejo Soshuro. Los adornos de oro, los inmensos espacios, las ostentosas decoraciones. Tantas comodidades reunidas en un sólo lugar, que llegaba a ser hasta cierto punto abrumador. Kaido no pudo evitar compararle con aquel hombre llamado Satomu, filántropo millonario del país del Fuego. Ambos tenían similitudes agobiantes.
Y fue esa comparación de aventuras lo que le obligó a pasar épicamente del banquete. Si aquella vez temió ser envenenado, esa noche lo temía aún más.
—Ah, ¿qué tal si me hablan un poco de ustedes? Al fin y al cabo, mañana por la mañana uno de los presentes habrá heredado esta isla, junto con toda mi fortuna.
—Por aquí Umikiba Kaido, el shinobi más insigne de todo el jodido país de la Tormenta. Siéndole sincero, he venido aquí sin una pizca de expectativa para con su jodida fortuna, porque siendo realista; soy el que menos probabilidades tiene de ser elegido. No sé en que basará esa elección, sin embargo, pero para mí es mejor prevenir que lamentar. Una bestia como yo no es de los que se lamenta por nada —acotó, son la impropia seriedad de su persona. No era usual verle hablar tan sincero, y centrado—. aunque si es tan amable, como premio de consolación me gustaría que me hablase un poco sobre éste país, quiero conocer acerca de sus pueblos, de su folclore, de si las historias que se cuentan en mis tierras son ciertas, o no.