7/07/2017, 12:12
La respuesta de Aiko fue más de lo que Akame pudo soportar. Estaba acostumbrado a todos aquellos sermones sobre el honor y la gloria, la justicia y la fama de los ninja. Era un mantra muy repetido en la Academia de Uzushiogakure; a él, por suerte, le traía sin cuidado. Su honor y orgullo iban más por lo profesional, la satisfacción del trabajo bien hecho y de forma eficiente, que de preocuparse porque hubiese un pobre menos en Oonindo. Al fin y al cabo, la injusticia existía desde que el mundo era mundo, y dudaba mucho que un shinobi —menos aún uno de tan bajo rango como ellos— pudieran hacer algo por remediarlo.
Así pues, hizo rodar sus ojos con gesto cansado y se limitó a restar importancia a la determinación que exhibía Aiko.
—Puedes jugar a los superhéroes todo lo que quieras. Yo prefiero hacerlo siguiendo los cauces establecidos para estos casos.
La muchacha le recordaba a uno de esos personajes con poderes sobrenaturales que se dedicaban a intentar salvar el mundo por afición. Akame había leído muchas de esas historietas, pero incluso a su corta edad tenía claro que no guardaban ningún tipo de similitud con la realidad.
Sea como fuere, Datsue y Aiko continuaron debatiendo sobre si el verdadero objetivo de todo aquello hubiese sido el ayudante de Rokuro Hei. Akame no lo tenía tan claro, y desde luego no podía importarle menos. Era la historia del muerto vivo lo que ocupaba sus pensamientos.
—No llegué a verle la cara —admitió Akame—. Pero uso una técnica de Elemento Viento para mandar... ejem, volando, a nuestra heroína.
El Uchiha soltó una breve carcajada, divertido con su propio chiste, y siguió a Datsue fuera del hostal. Una vez allí, se encontró deshaciendo el camino de la noche anterior y volviendo a la enorme plaza donde se habían citado para la misión con su compañera Noemi. El lugar estaba abarrotado, como siempre, pero aun así los muchachos pudieron abrirse camino entre la multitud de yamirienses, carros cargados de mercancías, nobles con séquito al completo y demás.
El templo de Yamiria estaba situado al final de una estrecha callejuela que pasaba desapercibida a simple vista. De no ser por la referencia que el mesero le había dado a Datsue —una casa de color azul y amarillo, que destacaba sobre las habituales tonalidades de las fachadas de Yamiria—, probablemente nunca la habrían encontrado.
En la puerta del lugar se congregaba una gran multitud muy variopinta; desde acaudalados yamirienses, hombres y mujeres de gesto altivo y vestidos con sus mejores galas, hasta simples artesanos, comerciantes, taberneros y demás populacho que llevaba puesto lo mejor que había podido comprar con sus paupérrimos ingresos.
Una vez dentro, el ataúd dentro del cual estaba el cadáver de Ishigami Takuya estaba dispuesto sobre un pedestal, en el centro de la amplia sala principal del templo. Un sacerdote vestido con una túnica negra y blanca recitaba oraciones en voz baja mientras los asistentes iban pasando, uno a uno, a presentar sus respetos frente al ataúd. Muchos quemaban algo de incienso, como era la tradición, y la mayoría dejaba un pequeño donativo económico en un sobre blanco con lazo dorado.
Akame, por su parte, se limitó a quedarse ligeramente apartado del lugar. Sus ojos azabache se movían con expectación, como si el muerto fuese a levantarse en cualquier momento.
Así pues, hizo rodar sus ojos con gesto cansado y se limitó a restar importancia a la determinación que exhibía Aiko.
—Puedes jugar a los superhéroes todo lo que quieras. Yo prefiero hacerlo siguiendo los cauces establecidos para estos casos.
La muchacha le recordaba a uno de esos personajes con poderes sobrenaturales que se dedicaban a intentar salvar el mundo por afición. Akame había leído muchas de esas historietas, pero incluso a su corta edad tenía claro que no guardaban ningún tipo de similitud con la realidad.
Sea como fuere, Datsue y Aiko continuaron debatiendo sobre si el verdadero objetivo de todo aquello hubiese sido el ayudante de Rokuro Hei. Akame no lo tenía tan claro, y desde luego no podía importarle menos. Era la historia del muerto vivo lo que ocupaba sus pensamientos.
—No llegué a verle la cara —admitió Akame—. Pero uso una técnica de Elemento Viento para mandar... ejem, volando, a nuestra heroína.
El Uchiha soltó una breve carcajada, divertido con su propio chiste, y siguió a Datsue fuera del hostal. Una vez allí, se encontró deshaciendo el camino de la noche anterior y volviendo a la enorme plaza donde se habían citado para la misión con su compañera Noemi. El lugar estaba abarrotado, como siempre, pero aun así los muchachos pudieron abrirse camino entre la multitud de yamirienses, carros cargados de mercancías, nobles con séquito al completo y demás.
El templo de Yamiria estaba situado al final de una estrecha callejuela que pasaba desapercibida a simple vista. De no ser por la referencia que el mesero le había dado a Datsue —una casa de color azul y amarillo, que destacaba sobre las habituales tonalidades de las fachadas de Yamiria—, probablemente nunca la habrían encontrado.
En la puerta del lugar se congregaba una gran multitud muy variopinta; desde acaudalados yamirienses, hombres y mujeres de gesto altivo y vestidos con sus mejores galas, hasta simples artesanos, comerciantes, taberneros y demás populacho que llevaba puesto lo mejor que había podido comprar con sus paupérrimos ingresos.
Una vez dentro, el ataúd dentro del cual estaba el cadáver de Ishigami Takuya estaba dispuesto sobre un pedestal, en el centro de la amplia sala principal del templo. Un sacerdote vestido con una túnica negra y blanca recitaba oraciones en voz baja mientras los asistentes iban pasando, uno a uno, a presentar sus respetos frente al ataúd. Muchos quemaban algo de incienso, como era la tradición, y la mayoría dejaba un pequeño donativo económico en un sobre blanco con lazo dorado.
Akame, por su parte, se limitó a quedarse ligeramente apartado del lugar. Sus ojos azabache se movían con expectación, como si el muerto fuese a levantarse en cualquier momento.